viernes, 28 de junio de 2013

Carta de Navegación



En medio del mar, a miles de kilómetros de cualquier costa y con la tormenta pisándonos los talones, navegamos. Hace mucho tiempo que la tripulación perdió cuenta de los días, simplemente dejó de importarles si era lunes o domingo. Mi formación me obliga a fechar cualquier documento que se ingrese a la bitácora de la expedición, sin embargo, he tirado mi formación por la borda.

Hoy todo es horizonte, nada más que una línea que divide el aire del agua. El barco se mece con violencia, casi como un péndulo fuera de ritmo. Nadie reacciona, sus cuerpos han perdido la noción de estabilidad, si la nave no tambalea es cuando vomitan. El mar extiende sus dedos a través de las ventanillas, y una pila de mis apuntes se deslava tras su rasguño. Qué importan esas palabras, inútiles referencias a lugares y momentos que ya nadie puede recordar.

El capitán permanece ahogado en el último barril de ron. No quiero ni imaginar qué tanto de su enmarañada barba se ha desprendido en el alcohol. Por innumerables jornadas ese hombre luchó por mantener en alto los espíritus de sus subordinados, coquetéandoles con la idea de una tierra del otro lado del océano, la posibilidad de enriquecerse más allá de cualquier ambición que ahora los consumiera. Cuando estas palabras dejaron de tener significado para la boca del capitán y comenzó a escupirlas con creciente odio, fue entonces que el más bajo de sus peones se acercó para dejarle caer un derechazo en la mejilla izquierda. El líder de la expedición quedó entonces mudo, su mirada vidriosa se secó y en su boca se pegó como mejillón un vaso siempre embriagador.

Después de eso imaginé que habría un motín, y probablemente me asesinarían junto con el capitán. Nada sucedió, los pobres hombres no tenían corazón ni siquiera para sublevarse. Escuché a un anciano decir: "cuál sería el punto, si moriremos todos juntos en esta jaula flotante".

La comida se agotará en un par de días, y el agua, podrida, tal vez aguantará un día más; después de eso empezaremos a trazar un camino de cuerpos en el lecho marino. Al menos, creo, algunos animales estarán contentos. Me doy cuenta, en un fugaz instante de lucidez, en el nivel de oscuridad que han alcanzado mis pensamientos. Me pregunto constantemente qué será de las almas que van a morir en las aguas, al fin del mundo... ¿Somos suicidas y por lo tanto nos espera el purgatorio, o el infierno? Me despreocupa la noción de que cualquier dios evidentemente habría abandonado ya a un grupo de seres tan desgraciados como nosotros. Lo tenemos merecido, pues no se me ocurre qué clase de locos son capaces de aceptar abordar un barco que tiene como destino aguas que van más allá de cualquier mapa jamás trazado.

Ha comenzado a llover, algunos marineros estúpidos corren desnudos por la cubierta principal, sólo un par procura capturar tanta agua dulce como sea posible. Esfuerzo inútil, tal vez, creo que ya no me avergüenza en absoluto darle la razón a los estúpidos. Extiendo la mano hacia afuera, sintiendo las frías gotas caer sobre mi piel, y deslizarse aleatoriamente hasta caer al suelo. Coloco mi otra mano al exterior, formo cuencas con mis dedos y palmas y lanzo el agua fresca sobre mi rostro lleno de mugre. Líneas grises corren por mi cuello y se pierden en el tejido de mi camisa. Doy un paso hacia la cubierta, reaccionando ante el golpeteo de la lluvia en mi cabeza, mi cabello grasiento tarda en empaparse. Cierro los ojos y giro mi cabeza hacia el cielo, abro la boca, el agua tiene un sabor tan dulce que podría ser miel. Los dos hombres que intentaban llenar un barril con el precioso líquido ahora lo lanzaban a chorros, mojándose uno a otro y desperdiciando la vital bebida. No importa, dije, grité, lloré.

Corro hacia el camarote del capitán y lo encuentro dormitando sobre su escritorio. Sacudo su hombro con la violencia de mi excitación y logro despertarlo. El viejo se incorpora, babeando, y frunce el ceño al verme completamente mojado. Lo jalo del brazo, llevándolo hacia afuera. Abro la puerta de una patada y le muestro el éxtasis en que se encuentra su tripulación. El hombre observa, respira sonoramente y golpea un barandal con su puño. Desciende el par de escalones que lo separaba de la cubierta y se lanza a bailar como un demente. Lo sigo con la mirada, sonriendo y riendo ante su horrenda danza. Algunos marineros estaban ya tomados de las manos y dando vueltas, los gritos y las risas destruyendo el canto de la lluvia y el mar.

De repente el agua deja de caer. Las nubes grises han perdido su color y se disipan en una tenue niebla blanca. El sol invade la cubierta y casi de inmediato empieza a evaporar los charcos. Todos permanecen quietos y en silencio, repentinamente conscientes de lo que sucedía, golpeados por una noción de realidad que jamás hubieran supuesto que dolería tanto. Con los corazones perforados, comienzan a caer, uno a uno. Algunos de los que yacen tendidos sobre las planchas de madera comienzan a lloriquear desesperadamente, otros miran hacia el cielo, pasmados, perdidos en la nostalgia.

¿Qué sucedió? Me pregunto repetidas veces, terribles ansias me invaden y corro de nuevo a encerrarme en mi cuarto. Doy palmadas en todo mi cuerpo, sintiendo la humedad, pensando en la misteriosa tormenta. El episodio de locura colectiva era una señal, probablemente ese mismo día acabaría todo. Seríamos tragados por algún terrible monstruo de las profundidades, o simplemente el barco comenzaría a hundirse de forma natural, después de todo estaba ya en condiciones deplorables. Marineros bailando como niños es lo único que me viene a la cabeza, nada más allá. Me inclino para ver lo que sucede en la cubierta a través de la puerta entreabierta. No veo movimiento. Salgo para encontrarme con un barco completamente vacío. Ningún marinero, ayudante o capitán a la vista, nadie. Subo al puente y miro alrededor, aterrorizado por la sorpresa de distinguir cerca de cincuenta cadáveres flotantes alejándose tras la nave. Nada que hacer, absolutamente nada. En este momento conozco ya la soledad, completa, severa y tan llena de paz.

Mi decisión es permanecer a la deriva, no me preocuparé por maniobrar las velas u operar el timón. Soy ahora nada más que una ficha en el juego que eternamente comparten el cielo y el mar. A donde me muevan iré. Al llegar la noche me siento en silencio absoluto, mirando las estrellas. No hay más sonidos que el golpe de las olas en el casco, y el ocasional eco fantasma de los marineros unido al crujir de la madera. A pesar de la calma en ningún momento cedo ante el sueño, la verdad es que ya no me invade. Soy testigo de una noche entera, y al notar el cielo se va tornando cada vez más cálido y claro produzco una sonrisa, sin saber de dónde proviene. Sigo tendido, soy parte del barco que gentilmente se desplaza, perdiéndose para siempre. Veo el sol dorado iluminar el mástil, la luz desciende lentamente hacia la cubierta. Una extraña emoción se apodera de mí, creciendo a medida que veo acercarse la línea de luz hacia mi cabeza. A través de mis poros siento subir la temperatura del viento, la luz está ya muy cerca. Empiezo a notar un leve destello en la punta de mi nariz, cuando el barco se detiene de golpe. Mo corazón se acelera, mi mente recuerda esa sensación, mi cuerpo se conmociona e involuntariamente me pongo de pie, dirigiendo la mirada hacia la salida del sol y después en dirección contraria. Sobre el barandal de la proa alcanzo a distinguir el indiscutible fin de este viaje. Pequeñas hojas de árboles y ramas que se mecen con el viento. Salgo corriendo y de un brinco aterrizo sobre la arena, mis pies agradecen la suavidad, mis dedos juguetean con la tierra, mis ojos se deleitan ante la presencia de las plantas, los árboles, y un horizonte poblado de montañas.

Sólo un día separó para siempre a aquellos marineros de pisar tierra una vez más. El misterio de la muerte, el tiempo y el destino, la vida que es tan turbulenta como la estela de espuma que dejó el barco, y que aún se desvanece sobre las olas, hacia el infinito. Encerrado en las gotas de agua y miel quedará el recuerdo de la travesía, amargo, dulce, salado... Con el simple soplar del viento la nave se desploma, sus piezas son arrastradas por la marea dejando una playa limpia, donde sólo permanecen mis huellas. En medio de la arena, a cientos de kilómetros de cualquier persona y con la tormenta pisándome los talones, camino.

Xesús Fájer.