miércoles, 9 de abril de 2014
Belleza...
Tocan a la puerta, tres golpes parecen ser una especie de convención para anunciar la llegada. Tardo en responder, aún no quiero levantarme de la silla, aún estoy pensando en la persona que hace unos instantes estaba frente a mí, sus palabras, ya revueltas, aún circulan mi mente. Vuelven a tocar, esta vez con más fuerza. Al levantarme, me doy cuenta de que ya estoy cansado de estas entrevistas, he comenzado a notar que detrás de todo parece no haber nada. Giro la perilla y mientras jalo la puerta doy un par de pequeños pasos hacia atrás. No sé porqué en ese momento sentí que la pieza de madera, girando sobre sus bisagras, era una especie de telón, que en un segundo revelaría a un nuevo actor en esta obra que parecía repetirse una y otra vez hasta el hartazgo.
Cuando vi su rostro por primera vez sentí su belleza como una cachetada, un golpe dirigido a mi ego. Una fugaz cascada de nervios bañó mi cuerpo, entorpeciendo un poco mi saludo. Entró a la habitación y fue entonces que mis ojos recorrieron su cuerpo, encajaba casi a la perfección con lo que yo solía definir como mis parámetros de proporción, mi cerebro hizo un análisis geométrico, midiendo el largo de los brazos, las dimensiones de la cabeza y la altura de las nalgas. Instantáneamente sentí atracción, pues por si fuera poco aquella visión estaba rodeada de un aroma que acentuaba la irremediable belleza del ser.
Tomamos asiento, inadvertidamente me perdí en sus ojos mientras a mi parecer yo seguía actuando muy profesionalmente. Tras un par de segundos inicié la conversación, preguntándole su nombre, su edad, estado civil, etc. Debía apegarme a un guión preestablecido, que me permitía cierto nivel de concentración a pesar de que mi mente y cuerpo estaban perdidos en la admiración de ese ejemplar. Mi capacidad de generar una charla insulsa para promover la confianza antes de las preguntas fuertes de la entrevista estaba reducida a cenizas, así que tomé mi cuaderno y comencé a preguntar.
—¿Qué crees que puedes ofrecer, que te haga sobresalir sobre otros candidatos?— su sonrisa aceleró mi pulso.
—Me siento muy a gusto sin ropa, no tengo problema con posar el tiempo que sea necesario y tengo experiencia con otros artistas. Cuido mucho mi físico y creo que reflejo la naturalidad que requieres...
Al escuchar esa última oración impulsivamente culpé a la naturaleza por crear seres tan abismalmente diferentes, por entregarle esos dones de belleza sólo a algunos. Confieso que durante gran parte de mi vida me consideré parte de ese grupo de criaturas bendecidas por los dioses, y no fue únicamente interpretación mía, si no una concepción reforzada por muchas personas presentes durante mi crecimiento. Me frustraba caer en considerar eso como una competencia.
—Evidentemente tienes el físico que busco, al igual que otras personas que se han sentado en esa misma silla, así que dime, ¿Por qué serías tú y no cualquiera de ellos?— sus hermosos ojos miraron hacia abajo, luego hacia la ventana, acompañados de una sonrisa muy diferente a la que antes me había cautivado.
—Quiero convertirme en una obra de arte, más que nadie, siempre ha sido mi ambición... creo que el arte ennoblece a las personas, y ver mi reflejo en ella puede llevarme a un nuevo límite...
Su respuesta me dejó atónito, nadie me había dicho tan directamente que quería convertirse en una obra de arte. Yo consideraba que la naturaleza, como artista, ya había cumplido ese propósito. Pero la ambición humana, sobre todo cuando fluye con la belleza, parece no conocer un horizonte.
—¿Límite para qué?— le pregunté.
—Para la belleza.— respondió, mirándome a los ojos con una certeza abrumadora.
Tenía en las manos la lista de preguntas que sistemáticamente había utilizado en las entrevistas, sin embargo, en ese momento parecían haber perdido todo sentido, se veían absurdas e incluso estúpidas. Me levanté de la silla, caminando hacia el estudio.
—Ven, vamos a ver cómo trabajas— mientras me alejaba, deseaba su mirada en mi espalda.
Se acercó, e inmediatamente supo dónde colocarse, la luz le pegaba en el ángulo correcto, y el caballete estaba listo. Sin que le diera más indicaciones comenzó a desnudarse, no pude evitar la ola de sensaciones que se apoderaron de mí al ser capaz de apreciar su cuerpo. La forma en que la luz acariciaba su piel, la forma en que su piel se ceñía a su figura. No encontré defecto alguno, a tal grado que cuestionaba aquella realidad. En mi corazón crecía el terrible conflicto entre apreciar esa belleza y sentir envidia por no tenerla.
Comencé a dibujar, y al mismo tiempo comenzó mi infierno. Había pasado los últimos diez años de mi vida estudiando las proporciones humanas, el cuerpo, el rostro, sus patrones misteriosos y los cánones que por milenios la humanidad ha impuesto sobre sí misma. Había ya trazado centenares de figuras, plasmando su belleza, enjaulándolos en un pliego de papel para prolongar su existencia. Pero ahora estaba perdido. Una y otra vez lanzaba líneas, rectas y curvas, mientras aquel cuerpo permanecía estático.
El aire que entraba por la ventana traía hasta mí el aroma que aún aceleraba mi pulso. Mis ojos se trababan en los detalles, en los pliegues, en las líneas imaginarias que delimitan la carne del aire. Mi mano no dejaba de moverse, sosteniendo el grafito. Agregaba sombras, generaba el volumen de lo perfecto, queriendo capturarlo todo.
Me detuve por un instante, me alejé del caballete y miré ambas imágenes en realidades contrastantes. A la vista parecían idénticas, ambas figuras, ambas luces. Pero algo en mi delirio comenzó a trasformar mi mirada. Ahora sólo veía defectos en mi obra, no era perfecta. Tomé de nuevo mi lugar, arranqué la hoja y comencé de nuevo. La repetición me llevó al mismo resultado, esa insatisfacción que no puede racionalizarse. Repetí otra vez el trabajo, y otra vez más. Notaba cómo se iban cansando, tanto el cuerpo que era mi inspiración como mi propia mano. ¿Qué era lo que no lograba captar? ¿Qué faltaba?
Estaba ya inmerso en el séptimo intento, apoyándome en mi maestría para generar un dibujo de técnica impecable. Poco a poco fui notando que la piel que producía el grafito era más suave, que la luz era más cálida, que el cuerpo mismo se conformaba de belleza absoluta, infinita. Mis ojos estaban muy cerca del papel, queriendo incluso vencer las mínimas imperfecciones en la hoja.
Incluso ahora no puedo saber cuánto tiempo me tomó aquel séptimo dibujo, lo habité sin remordimientos, abandonándome a mí mismo queriendo que me absorbiera a través del grafito. Es un misterio si por cansancio, o por una falsa ilusión de satisfacción, decidí finalmente alejarme del caballete y admirar el trabajo en su totalidad. Me levanté del banco, aún con los ojos trabados en la obra, caminando lentamente hacia atrás. En ese momento, una ráfaga de viento invadió el estudio, tirando el caballete y arrastrándome de regreso a la realidad. El cuarto estaba vacío, aquel cuerpo de carne había desaparecido y la noche se había llevado la luz que lo bañaba. Comencé a temblar, no entendía lo que me había sucedido, no podía encontrar en qué punto se habían fusionado varias realidades. Estaba aterrado, perdido en la cruda de una embriaguez que me había tomado por sorpresa.
Pasé horas llorando, acostado en el suelo junto al caballete. El dibujo boca abajo, embarrándose en la duela de madera. Me sentía intermitentemente azotado por las náuseas, cada vez que pensaba en el dibujo. Ya no recordaba con exactitud los detalles de ese cuerpo, la luz en la piel, las líneas imaginarias. Me quedé dormido, mis sueños fueron grises, sin sentido y sin importancia. Al día siguiente, al sentir el sol en mi rostro, pude levantarme. Sufí un periodo de ansiedad al enfrentarme con la decisión de levantar el caballete, dejando al descubierto el dibujo. Fue entonces que me armé de valor, debía entender qué era lo que me había llevado a ese episodio de locura. Tras respirar profundamente, lo levanté, la luz bañó de nuevo el papel, al mismo tiempo oscureciendo mi corazón. El dibujo, la locura, la búsqueda de la belleza perfecta, sin límites, sin vida, no era otra cosa más que un pliego de papel totalmente cubierto por el gris del grafito.
—Xesús Fájer.
sábado, 29 de marzo de 2014
Luces y sombras
Por Xesús F. de Prado
La puerta se cierra lentamente, impulsada por lo que yo
supuse era el viento. Una sensación extraña se apoderó de mí, subiendo por mi
espalda. Sentía la piel de gallina, mirando hasta el final del corredor cómo la
línea de luz que antes era la imagen del exterior se iba estrechando. Crujiendo
levemente, la puerta de madera estaba prácticamente cerrada. La luz desapareció
y el tímido sonido del choque entre la lámina y el marco consiguió sacarme un
susto.
El corredor estaba ahora completamente a oscuras. A través
de la ventana pude ver a mi madre y hermana subiendo a un taxi, las gotas que
se arrastraban por el cristal deformaban sus figuras. A los pocos segundos
desaparecían tras el muro de la esquina. Sentado en la sala, nerviosamente noté
que todo había quedado en profundo silencio. La calle se encontraba desierta,
los perros no ladraban, hasta la lluvia misma había perdido su voz.
Escucho pasos al fondo del corredor, mi corazón salta.
Intento fijar la vista pero es imposible penetrar la oscuridad. Hago el
esfuerzo de levantarme del sillón, no lo logro. Me siento completamente
vulnerable ante la presencia que se acerca desde las sombras. Una silueta negra
comienza a delinearse contra la tenue luz de los muros blancos al principio del
pasillo. Se acerca a mí, definitivamente.
En mi cabeza repito una y otra vez la pregunta: ¿Quién eres?
Mis labios no logran pronunciarla, estoy paralizado de terror. Lucho contra el
miedo, respirando profundamente. Cierro los ojos, sintiendo aquel ser mucho más
cerca de lo que está. Con los ojos aún cerrados logro hacer la pregunta en voz
alta: ¡¿Quién eres?! Justo antes de atreverme a mirar de nuevo, escucho una
respuesta: “Abre tus ojos, soy yo”.
Una cálida sensación envolvió mi corazón, llevándose el
miedo y permitiéndome mirar al frente. Al abrir lentamente los ojos noto que
una fuerte luz ha sustituido las tinieblas en el corredor. Todo a mi alrededor
es cubierto por la claridad. Me encuentro ahora en un mundo totalmente blanco.
Frente a mí, apoyado en su bastón y con una boina a cuadros sobre su cabello
plateado, se encuentra mi abuelo.
—Á auga de correr e ós cans de ladrar, non llo podes
privar…— me dice, apoyando su bastón sobre mi hombro, dándome un leve
golpecito —…yo ya no estoy ahí, no hay razón para sentirse obligado a nada.
—Pero… estoy lejos, estuve lejos estos últimos años… y ahora
que te has ido me siento mal por no haber intentado acercarme… aunque sea un
poco más…— respondo, siento los ojos húmedos y mi voz se resquebraja.
—Con gran alegría recibí la noticia de que habías nacido,
tantos años atrás… te vi crecer, tomar camino, cada vez que regresabas a mi
casa, tu casa… Aquella vez que haciendo algunas cuentas pregunté a tu padre si
habías sido concebido antes de tiempo, él me respondió “¿Don Arsenio, quiere a
su nieto?”…con gran orgullo y sin pensarlo dos veces le dije que sí. Nunca te
reclamaría el estar ausente en mi velorio, o en mi funeral… Ahora que mi
espíritu es libre de mi cuerpo puedo ver a través de tus ojos y saber, con toda
certeza, cuáles son tus sentimientos.
Dejando escapar un par de lágrimas, cuya razón no podría
explicar, hice la primer pregunta que se me ocurrió.
—¿Qué se siente justo antes de morir?
—Paz… sólo paz. Con plenitud se ve por última vez el mundo
que queda atrás, con todos los años vividos comprimidos en un instante, un
último respiro… Una segunda vida, fugaz, que con su ímpetu te impulsa a dar ese
gran paso hacia el abismo.
—¿Abismo?— pregunto, imaginando un agujero sin fondo, tan
negro y ausente de luz como el infierno mismo.
El abuelo nota la inquietud en mis ojos y sonríe.
—No es un abismo de oscuridad, es un abismo de luz… caer, se
siente como una relajación tan profunda que causa somnolencia incontenible. Una
paz y una felicidad tan abrumadoras que inyectan de fuego al espíritu…
—Envidio ese sentimiento, ese descanso del que hablas… más
ahora que sé que no hice mal al quedarme aquí y no ir a tu funeral. No me gusta
la tristeza que le otorgan a la muerte…
—Haces bien, la muerte no es triste, y definitivamente no es
negra… es la morriña*, transformada en mujer, que deja de ser un simple
anhelo para convertirse en una realidad eterna.
Me levanto sin trabajo del sillón y me acerco a mi abuelo.
Con cierta desesperación, noto que con cada paso que doy se desvanece su
imagen. Comprendo que no podré alcanzarlo. En su rostro se dibuja una última
sonrisa, radiante, que me llena de alegría. Se da la vuelta y comienza a
caminar, lentamente, apoyándose en su bastón, como lo hacía hace años cuando se
iba a trabajar en las mañanas. Desaparece en el corredor oscuro. Suspiro
profundamente, con una sonrisa vuelvo a sentarme para admirar la lluvia rozando
la ventana.
*La morriña
es parecida a la nostalgia y a la melancolía.
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