Por Xesús F. de Prado
La puerta se cierra lentamente, impulsada por lo que yo
supuse era el viento. Una sensación extraña se apoderó de mí, subiendo por mi
espalda. Sentía la piel de gallina, mirando hasta el final del corredor cómo la
línea de luz que antes era la imagen del exterior se iba estrechando. Crujiendo
levemente, la puerta de madera estaba prácticamente cerrada. La luz desapareció
y el tímido sonido del choque entre la lámina y el marco consiguió sacarme un
susto.
El corredor estaba ahora completamente a oscuras. A través
de la ventana pude ver a mi madre y hermana subiendo a un taxi, las gotas que
se arrastraban por el cristal deformaban sus figuras. A los pocos segundos
desaparecían tras el muro de la esquina. Sentado en la sala, nerviosamente noté
que todo había quedado en profundo silencio. La calle se encontraba desierta,
los perros no ladraban, hasta la lluvia misma había perdido su voz.
Escucho pasos al fondo del corredor, mi corazón salta.
Intento fijar la vista pero es imposible penetrar la oscuridad. Hago el
esfuerzo de levantarme del sillón, no lo logro. Me siento completamente
vulnerable ante la presencia que se acerca desde las sombras. Una silueta negra
comienza a delinearse contra la tenue luz de los muros blancos al principio del
pasillo. Se acerca a mí, definitivamente.
En mi cabeza repito una y otra vez la pregunta: ¿Quién eres?
Mis labios no logran pronunciarla, estoy paralizado de terror. Lucho contra el
miedo, respirando profundamente. Cierro los ojos, sintiendo aquel ser mucho más
cerca de lo que está. Con los ojos aún cerrados logro hacer la pregunta en voz
alta: ¡¿Quién eres?! Justo antes de atreverme a mirar de nuevo, escucho una
respuesta: “Abre tus ojos, soy yo”.
Una cálida sensación envolvió mi corazón, llevándose el
miedo y permitiéndome mirar al frente. Al abrir lentamente los ojos noto que
una fuerte luz ha sustituido las tinieblas en el corredor. Todo a mi alrededor
es cubierto por la claridad. Me encuentro ahora en un mundo totalmente blanco.
Frente a mí, apoyado en su bastón y con una boina a cuadros sobre su cabello
plateado, se encuentra mi abuelo.
—Á auga de correr e ós cans de ladrar, non llo podes
privar…— me dice, apoyando su bastón sobre mi hombro, dándome un leve
golpecito —…yo ya no estoy ahí, no hay razón para sentirse obligado a nada.
—Pero… estoy lejos, estuve lejos estos últimos años… y ahora
que te has ido me siento mal por no haber intentado acercarme… aunque sea un
poco más…— respondo, siento los ojos húmedos y mi voz se resquebraja.
—Con gran alegría recibí la noticia de que habías nacido,
tantos años atrás… te vi crecer, tomar camino, cada vez que regresabas a mi
casa, tu casa… Aquella vez que haciendo algunas cuentas pregunté a tu padre si
habías sido concebido antes de tiempo, él me respondió “¿Don Arsenio, quiere a
su nieto?”…con gran orgullo y sin pensarlo dos veces le dije que sí. Nunca te
reclamaría el estar ausente en mi velorio, o en mi funeral… Ahora que mi
espíritu es libre de mi cuerpo puedo ver a través de tus ojos y saber, con toda
certeza, cuáles son tus sentimientos.
Dejando escapar un par de lágrimas, cuya razón no podría
explicar, hice la primer pregunta que se me ocurrió.
—¿Qué se siente justo antes de morir?
—Paz… sólo paz. Con plenitud se ve por última vez el mundo
que queda atrás, con todos los años vividos comprimidos en un instante, un
último respiro… Una segunda vida, fugaz, que con su ímpetu te impulsa a dar ese
gran paso hacia el abismo.
—¿Abismo?— pregunto, imaginando un agujero sin fondo, tan
negro y ausente de luz como el infierno mismo.
El abuelo nota la inquietud en mis ojos y sonríe.
—No es un abismo de oscuridad, es un abismo de luz… caer, se
siente como una relajación tan profunda que causa somnolencia incontenible. Una
paz y una felicidad tan abrumadoras que inyectan de fuego al espíritu…
—Envidio ese sentimiento, ese descanso del que hablas… más
ahora que sé que no hice mal al quedarme aquí y no ir a tu funeral. No me gusta
la tristeza que le otorgan a la muerte…
—Haces bien, la muerte no es triste, y definitivamente no es
negra… es la morriña*, transformada en mujer, que deja de ser un simple
anhelo para convertirse en una realidad eterna.
Me levanto sin trabajo del sillón y me acerco a mi abuelo.
Con cierta desesperación, noto que con cada paso que doy se desvanece su
imagen. Comprendo que no podré alcanzarlo. En su rostro se dibuja una última
sonrisa, radiante, que me llena de alegría. Se da la vuelta y comienza a
caminar, lentamente, apoyándose en su bastón, como lo hacía hace años cuando se
iba a trabajar en las mañanas. Desaparece en el corredor oscuro. Suspiro
profundamente, con una sonrisa vuelvo a sentarme para admirar la lluvia rozando
la ventana.
*La morriña
es parecida a la nostalgia y a la melancolía.
O meu pai está presente nas bromas e capacidade de ver a vida como un momento de celebración coa familia. Morte foi invite á festa no ceo e organizar o xogo de dominó cando todos nós estamos indo a ir chegando. Grazas por compartir a súa andaina nostálgica polo mundo e escribir como el o facia os seus sentimentos.
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