lunes, 7 de enero de 2013

La Iglesia de México



          ¿Qué quedaría de la historia de México si desaparecieran, repentinamente, todos los capítulos en que la religión ha fungido como un factor determinante para escribirla? La historia de nuestro país no comenzó hace 202 años, no comenzó al implementarse la constitución de Cádiz o al firmarse el acta de independencia. No hay nación en el mundo que pueda justificar los azares de su cultura sin mirar más atrás de su primer día de “independencia”.

          La península arábiga estuvo alguna vez dominada por fuerzas políticas de Bizancio y Persia, siglos después los árabes ocuparon España y por ochocientos años fusionaron su cultura con aquella prexistente en Iberia. En 1492 una expedición financiada por Castilla llega a costas Americanas y menos de treinta años después caía, un trece de agosto, la poderosa ciudad de México.

          La cadena de eventos que el tiempo conecta lleva un cauce que pareciera tener conciencia propia, a esto le llamamos destino. Fue, pues, este “destino” que a México trajo la religión Católica. El territorio que los conquistadores españoles pusieron en manos de la Corona de Castilla estaba ya consagrado a un sistema religioso que en su mayor parte se había consolidado de forma por demás sangrienta. Al amanecer en la antigua Mesoamérica la religión del Dios sacrificado, crucificado, sufrido y ensangrentado era de esperarse que los nativos no distinguieran diferencia entre rojos sangre.

          Con violencia se imprimió en México la religión de la paz, queriendo borrar la religión de la violencia. Así de redundante se volvió entonces el baile entre lo religioso y lo político, trayendo consigo constantemente periodos intermitentes de sangre y de paz. Se habla de la forma en que algunas órdenes religiosas hacían a los indígenas convertirse al culto cristiano, bajo tortura e infundiendo en sus corazones los miedos más profundos al arma más exitosa jamás creada por la Iglesia para combatir el pensamiento libre y los deseos carnales: el pecado.

          Un día fue la Virgen de Guadalupe el símbolo del México Independiente, y casi cincuenta años después se libraba la guerra de Reforma, que justificó la destrucción de innumerables templos, conventos y monasterios… recuerdos del México virreinal que quedaba atrás entre polvo y llamas. Llegó el fin de siglo, llegó la época moderna y los latifundios petroleros y agrícolas. El breve perdón que el gobierno de México había conseguido ante la Iglesia de Roma veía al país prosperar en paz armada.

          Llegó entonces el momento de impulsar las nociones que por muchos años habían estado gestándose en un mundo sometido por los poderes del imperialismo industrial, vivió México el siguiente periodo de sangre: la Revolución. Involuntariamente la Iglesia patrocinó la gesta socialista al ser saqueados los templos y conventos, para luego ser utilizados como cuarteles, fortalezas o almacenes de armamento. Llegó la resolución turbulenta y mediocre, dejando al país de rodillas ante una nueva generación de caudillos que harían llover sobre México aún más episodios de la dictadura militar que se creía haber dejado atrás. De nuevo, y con la enorme fuerza que lo caracteriza, México se fue poniendo de pie. La Iglesia se convirtió en el apoyo y la protección de todos aquellos que resultaron víctimas de lo que para ellos fue, en gran parte, una guerra incomprensible.

          Poco se disfrutó la paz antes de que el péndulo pusiera en su camino, una vez más, las torres de la Catedral. Ahora, a más de medio siglo de haber establecido la constitución de 1857 el gobierno de México se declaraba de nuevo en contra de uno de los más preciados pilares de su propia sociedad: la religión. Una guerra mucho más corta que la Revolución, pero con consecuencias que lograron aferrarse al paso del tiempo, adentrándose en la segunda mitad del siglo XX. Fue hasta entonces que el gobierno de México hizo de nuevo las paces con la Iglesia y el mundo vio nacer la que ahora cuenta entre las órdenes religiosas más poderosas de la historia, una orden gestada en México que logró abrirse camino hasta los oídos y las manos del mismísimo Vicario de Cristo. Ahora, al haberse cerrado la primera década del nuevo milenio, con el país a punto de conocer a su tercer presidente de la llamada etapa de “alternancia”, el Santuario de Guadalupe en el Tepeyac representa el segundo destino de peregrinaje católico después de la Basílica de San Pedro en Roma. La arquidiócesis de México se manifiesta públicamente en contra del Papa, y éste último ha condenado finalmente las acciones de Maciel, evitando su beatificación inminente en los años de Juan Pablo II, ahora beato.

          En este nuevo punto de inflexión se ha vuelto imposible saber si la marea es alta o baja, a pesar de la historia hemos perdido de vista el enorme péndulo y lo que quedará en su camino. Las calles y rincones de la Capital de nuestro país gritan “Santa María de Guadalupe”, habiendo sido siempre Ella el verdadero Pilar de nuestra historia. Al mismo tiempo se percibe ya el descontento con las acciones del actual representante de San Pedro.

          ¿Cuántos países se han debilitado o han ante el poder desgarrador del Estado Vaticano? ¿No es ese vicio de la historia occidental  contra lo que México ha luchado ya tantas veces? ¿Qué diferencias existen entre las acciones que Juárez y Calles tomaron en contra del poder de la Iglesia? Nunca ha sido, y nunca lo será, un beneficio el hecho de que una religión cuente con un soporte político como lo es el Estado Vaticano. El Papa es, a la vez, jefe de Estado y jefe de la Iglesia. Su Estado es, como tal, económicamente insustentable ya que no produce, no importa o exporta bienes. Sin embargo tiene voz en la ONU, en la Comunidad Económica Europea, e indirectamente en todo el mundo católico. Su gobernante tiene la libertad de entrar a cualquier país y dirigirse a los ciudadanos sin tener mayor censura que la de su propia administración. Es líder de una estructura tan grande que ya le resulta pesada al mundo, tan ineficiente y por lo tanto tan corrupta que parecieran ser sólo aquellos de sus miembros que deciden ignorarla quienes en verdad recuerdan para qué se estableció.

          Esa última guerra que los ciudadanos mexicanos tuvieron que librar contra su propio gobierno, la guerra cristera, fue con el único objetivo de rescatar la libertad. Ignorados por el Papa, en un despacho a miles de kilómetros de distancia, no deseaban recuperar el poder para la Iglesia. Añoraban ver un México libre y próspero bajo las promesas de la Revolución. Su sueño se vio repentinamente alineado con aquel de quienes lucharan por la misma idea desde que pisaran costas mexicanas aquellos doce franciscanos en 1523, el Nuevo Mundo es la tierra del Renacimiento, en donde los horrores de la Edad Media Europea podrían ser olvidados en un nuevo comienzo. El Padre Hidalgo, en búsqueda de esa libertad tomó el estandarte de la Virgen de Guadalupe para encabezar uno de los primeros movimientos insurgentes en la Nueva España del siglo XIX, no para entregarle el país a la Iglesia de Roma, sino para dejar en claro que aún antes de ser oficialmente una nación independiente se había forjado ya en México una poderosa identidad. La espiral de la historia seguirá marchando, pero su mensaje para México pareciera mantenerse firme: si el espíritu de nuestro país está atado a la religión seamos nosotros quienes decidamos sobre ella. La historia ha puesto en nosotros la responsabilidad de comenzar esa labor definitiva de destrucción de la carga que representa para este Nuevo Mundo la viciada Iglesia de Europa. Ya hemos visto señales, desde Brasil hasta México han surgido guerreros en pro de esta nueva gesta de independencia. No dejemos que esas pequeñas luces que ahora brillan lejos, en la distancia, se extingan para siempre. Las verdaderas puertas al nuevo milenio se encuentran aún cerradas con llave, la experiencia debiera ser suficiente para darnos cuenta de que esa llave no es la que ostenta el Vaticano, sino el deseo ferviente de libertad, justicia y paz que a gritos a pedido representar la Señora del Tepeyac. No como imagen religiosa, sino como Madre, comprensiva, cariñosa y que bajo su manto es capaz de albergar sin el menor juicio a todos aquellos que con dignidad han logrado comprender la complejidad de la condición humana. Es la imagen de la Patria, la casa de todos.

Xesús F.

El Mito de Tenochtitlan



Un pueblo que alcanza su apogeo valiéndose de la dominación sobre los otros pueblos debe construir una imagen propia que genere tal valor simbólico que su dominio aparezca justificado ante el interminable juicio de la historia. Esta fue la intención de aquel grupo mexica que prevaleció sobre la impresionante cantidad de señoríos que alguna vez poblaran el Valle de México. Así, el más grande símbolo del cielo, un águila, desciende sobre la serpiente que es el plano terrestre y aquel del inframundo, para fusionarse los dos seres en un emblema que representa un puente entre el mundo de los humanos y el de los dioses. Pues la esencia de la serpiente es depositada en el águila y las dos se vuelven uno solo. La ciudad cuyo nombre sería el de un país entero había sido bendecida como el centro mismo del universo, en donde sus tres planos se conectaban y los hombres podían hablar con los dioses.

¿Cuándo fue que el impresionante simbolismo que nuestra bandera contiene se perdiera en el tiempo, y la comunión del cielo y la tierra se desvirtuase para convertirse en la expresión tan occidental que nos habla del exterminio y triunfo sobre el ‘mal’ reflejado en la serpiente? Hemos perdido aquella noción de dualidad universal que tanto balance trae consigo, para reemplazarla con la eterna lucha entre opuestos, el bien y el mal. El símbolo que representa el corazón mismo de aquella cultura antigua ha sido roto en pedazos que ahora se han dividido y diferenciado tanto que sus contornos ya no corresponden, nuestra historia es un rompecabezas cuyas piezas no pueden ensamblarse sin dejar brechas tan profundas entre sí que no bastaría un sexenio para cruzarlas.

Nuestra sociedad ha aprendido la manera de existir en el mundo como un cristal estrellado que no se despedaza. Vivimos por vivir, y el peso de una historia cuya imagen es la de un camino tan cubierto por la maleza que es imposible distinguir su dirección sin cometer errores que nos hagan perder el curso. Es tan injusta la vida de quien es puesto tras las rejas sin culpa alguna, como la de quien porta una placa y una pistola como única fuente de ingreso económico para su familia, cuyo interés es cuidar a los suyos, y que estaría dispuesto a sobrecargar su conciencia con tal de recibir el dinero extra que podría significar una mejor oportunidad para sus hijos. Estamos completamente atrapados en una red tan resistente y cerrada que sofoca a todo aquel que habite este territorio infestado de riquezas.

La imagen del mundo desarrollado, el progreso y la modernidad, ha sido el sueño de quienes poseen el poder desde que obtuviéramos finalmente la independencia, quizá incluso desde antes. Pero nunca nos hemos detenido a reflexionar si está realmente en el destino de nuestro país el conseguir el título de primer mundo. Tal vez debamos abrir más los ojos para percibir los colores que nos rodean, México es un zarape cuyas fibras corren hacia atrás decenas de miles de años, cuyos materiales provienen de tantos lugares en el mundo que resulta imposible definir una sola identidad. Se habla de tres raíces, pero éstas son únicamente las que al árbol resultan vitales, sin embargo este árbol ha crecido y extendido sus ramas tan ampliamente que hace falta ya reconocer la infinidad de pequeñas raíces que le son indispensables para mantenerse de pie. No hace falta mucha capacidad de observación para darse cuenta de que tan sólo en la Ciudad de México la diversidad es increíblemente grande, reflejando los horizontes tras las montañas que cierran el valle, que se extienden en diversidades verdaderamente incontables. ¿Cómo podemos conformarnos con la ingenuidad de que algún día todo aquello que es México cabrá en la diminuta butaca que ofrece el exclusivo palco del primer mundo?
          
           El futuro de nuestro país se esconde en los rincones más inauditos: es un espíritu de extraordinaria libertad que en fragmentos ha logrado ocultarse tras los pilares de un templo barroco y entre las sombras de los corredores del claustro virreinal, se ha disuelto en las llamas del anafre, ha escalado a la cima de los volcanes para permanecer congelado en sus glaciares, aparece intermitente en los pasos del danzón y juega en los remolinos de polvo que el viento de primavera despierta en los caminos de tierra. Todos los días nos susurra al oído pidiéndonos despertar, es la olvidada conciencia que tras siglos de soportar la injusticia hemos encerrado en el más oscuro de los calabozos. Es una mirada que llega inesperada y en un instante fugaz alcanza el corazón, por breves momentos llenando el vacío entre aquellas piezas aparentemente irreconciliables de un rompecabezas que forma una imagen que nunca dejará de cambiar, pero que con nuestra ayuda recobrará aquel significado tan poderoso e intimidante. El verdadero puente entre el cielo y la tierra está sostenido por cada momento en el que los habitantes de este extraordinario lugar ha gritado desde lo más profundo de su ser ¡Viva México!

Xesús F.