¿Qué quedaría de la historia de México si desaparecieran,
repentinamente, todos los capítulos en que la religión ha fungido como un
factor determinante para escribirla? La historia de nuestro país no comenzó
hace 202 años, no comenzó al implementarse la constitución de Cádiz o al
firmarse el acta de independencia. No hay nación en el mundo que pueda
justificar los azares de su cultura sin mirar más atrás de su primer día de
“independencia”.
La península arábiga estuvo alguna vez dominada por fuerzas políticas de Bizancio y Persia, siglos después los árabes ocuparon España y por ochocientos años fusionaron su cultura con aquella prexistente en Iberia. En 1492 una expedición financiada por Castilla llega a costas Americanas y menos de treinta años después caía, un trece de agosto, la poderosa ciudad de México.
La cadena de eventos que el tiempo conecta lleva un cauce
que pareciera tener conciencia propia, a esto le llamamos destino. Fue, pues,
este “destino” que a México trajo la religión Católica. El territorio que los
conquistadores españoles pusieron en manos de la Corona de Castilla estaba ya
consagrado a un sistema religioso que en su mayor parte se había consolidado de
forma por demás sangrienta. Al amanecer en la antigua Mesoamérica la religión
del Dios sacrificado, crucificado, sufrido y ensangrentado era de esperarse que
los nativos no distinguieran diferencia entre rojos sangre.
Con violencia se imprimió en México la religión de la paz,
queriendo borrar la religión de la violencia. Así de redundante se volvió
entonces el baile entre lo religioso y lo político, trayendo consigo
constantemente periodos intermitentes de sangre y de paz. Se habla de la forma
en que algunas órdenes religiosas hacían a los indígenas convertirse al culto
cristiano, bajo tortura e infundiendo en sus corazones los miedos más profundos
al arma más exitosa jamás creada por la Iglesia para combatir el pensamiento
libre y los deseos carnales: el pecado.
Un día fue la Virgen de Guadalupe el símbolo del México
Independiente, y casi cincuenta años después se libraba la guerra de Reforma,
que justificó la destrucción de innumerables templos, conventos y monasterios…
recuerdos del México virreinal que quedaba atrás entre polvo y llamas. Llegó el
fin de siglo, llegó la época moderna y los latifundios petroleros y agrícolas.
El breve perdón que el gobierno de México había conseguido ante la Iglesia de
Roma veía al país prosperar en paz armada.
Llegó entonces el momento de impulsar las nociones que por
muchos años habían estado gestándose en un mundo sometido por los poderes del
imperialismo industrial, vivió México el siguiente periodo de sangre: la
Revolución. Involuntariamente la Iglesia patrocinó la gesta socialista al ser
saqueados los templos y conventos, para luego ser utilizados como cuarteles,
fortalezas o almacenes de armamento. Llegó la resolución turbulenta y mediocre,
dejando al país de rodillas ante una nueva generación de caudillos que harían
llover sobre México aún más episodios de la dictadura militar que se creía
haber dejado atrás. De nuevo, y con la enorme fuerza que lo caracteriza, México
se fue poniendo de pie. La Iglesia se convirtió en el apoyo y la protección de
todos aquellos que resultaron víctimas de lo que para ellos fue, en gran parte,
una guerra incomprensible.
Poco se disfrutó la paz antes de que el péndulo pusiera en
su camino, una vez más, las torres de la Catedral. Ahora, a más de medio siglo
de haber establecido la constitución de 1857 el gobierno de México se declaraba
de nuevo en contra de uno de los más preciados pilares de su propia sociedad:
la religión. Una guerra mucho más corta que la Revolución, pero con
consecuencias que lograron aferrarse al paso del tiempo, adentrándose en la
segunda mitad del siglo XX. Fue hasta entonces que el gobierno de México hizo
de nuevo las paces con la Iglesia y el mundo vio nacer la que ahora cuenta
entre las órdenes religiosas más poderosas de la historia, una orden gestada en
México que logró abrirse camino hasta los oídos y las manos del mismísimo
Vicario de Cristo. Ahora, al haberse cerrado la primera década del nuevo milenio,
con el país a punto de conocer a su tercer presidente de la llamada etapa de
“alternancia”, el Santuario de Guadalupe en el Tepeyac representa el segundo
destino de peregrinaje católico después de la Basílica de San Pedro en Roma. La
arquidiócesis de México se manifiesta públicamente en contra del Papa, y éste
último ha condenado finalmente las acciones de Maciel, evitando su
beatificación inminente en los años de Juan Pablo II, ahora beato.
En este nuevo punto de inflexión se ha vuelto imposible saber
si la marea es alta o baja, a pesar de la historia hemos perdido de vista el
enorme péndulo y lo que quedará en su camino. Las calles y rincones de la
Capital de nuestro país gritan “Santa María de Guadalupe”, habiendo sido
siempre Ella el verdadero Pilar de nuestra historia. Al mismo tiempo se percibe
ya el descontento con las acciones del actual representante de San Pedro.
¿Cuántos países se han debilitado o han ante el poder
desgarrador del Estado Vaticano? ¿No es ese vicio de la historia occidental contra lo que México ha luchado ya tantas
veces? ¿Qué diferencias existen entre las acciones que Juárez y Calles tomaron
en contra del poder de la Iglesia? Nunca ha sido, y nunca lo será, un beneficio
el hecho de que una religión cuente con un soporte político como lo es el
Estado Vaticano. El Papa es, a la vez, jefe de Estado y jefe de la Iglesia. Su
Estado es, como tal, económicamente insustentable ya que no produce, no importa
o exporta bienes. Sin embargo tiene voz en la ONU, en la Comunidad Económica
Europea, e indirectamente en todo el mundo católico. Su gobernante tiene la
libertad de entrar a cualquier país y dirigirse a los ciudadanos sin tener
mayor censura que la de su propia administración. Es líder de una estructura
tan grande que ya le resulta pesada al mundo, tan ineficiente y por lo tanto
tan corrupta que parecieran ser sólo aquellos de sus miembros que deciden
ignorarla quienes en verdad recuerdan para qué se estableció.
Esa última guerra que los ciudadanos mexicanos tuvieron que librar contra su propio gobierno, la guerra cristera, fue con el único objetivo de rescatar la libertad. Ignorados por el Papa, en un despacho a miles de kilómetros de distancia, no deseaban recuperar el poder para la Iglesia. Añoraban ver un México libre y próspero bajo las promesas de la Revolución. Su sueño se vio repentinamente alineado con aquel de quienes lucharan por la misma idea desde que pisaran costas mexicanas aquellos doce franciscanos en 1523, el Nuevo Mundo es la tierra del Renacimiento, en donde los horrores de la Edad Media Europea podrían ser olvidados en un nuevo comienzo. El Padre Hidalgo, en búsqueda de esa libertad tomó el estandarte de la Virgen de Guadalupe para encabezar uno de los primeros movimientos insurgentes en la Nueva España del siglo XIX, no para entregarle el país a la Iglesia de Roma, sino para dejar en claro que aún antes de ser oficialmente una nación independiente se había forjado ya en México una poderosa identidad. La espiral de la historia seguirá marchando, pero su mensaje para México pareciera mantenerse firme: si el espíritu de nuestro país está atado a la religión seamos nosotros quienes decidamos sobre ella. La historia ha puesto en nosotros la responsabilidad de comenzar esa labor definitiva de destrucción de la carga que representa para este Nuevo Mundo la viciada Iglesia de Europa. Ya hemos visto señales, desde Brasil hasta México han surgido guerreros en pro de esta nueva gesta de independencia. No dejemos que esas pequeñas luces que ahora brillan lejos, en la distancia, se extingan para siempre. Las verdaderas puertas al nuevo milenio se encuentran aún cerradas con llave, la experiencia debiera ser suficiente para darnos cuenta de que esa llave no es la que ostenta el Vaticano, sino el deseo ferviente de libertad, justicia y paz que a gritos a pedido representar la Señora del Tepeyac. No como imagen religiosa, sino como Madre, comprensiva, cariñosa y que bajo su manto es capaz de albergar sin el menor juicio a todos aquellos que con dignidad han logrado comprender la complejidad de la condición humana. Es la imagen de la Patria, la casa de todos.
Xesús F.
Estoy de acuerdo en que muchos han buscado en la Iglesia la oportunidad de entender y practicar la justicia social y es ella misma como institucion quien ostenta otros valores distintos a los del Evangelio. La Iglesia Romana, no la de los creyentes practicantes de una fe viva y compasiva con los hermanos necesitados. Sea la Guadalupe simbolo de esa proteccion materna que buscamos en la religion y ese compromiso con el hermano sufriente que nos lleva a ser autenticamente humanos. Gracias por la reflexion.
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