Un pueblo que alcanza su apogeo
valiéndose de la dominación sobre los otros pueblos debe construir una imagen
propia que genere tal valor simbólico que su dominio aparezca justificado ante
el interminable juicio de la historia. Esta fue la intención de aquel grupo
mexica que prevaleció sobre la impresionante cantidad de señoríos que alguna
vez poblaran el Valle de México. Así, el más grande símbolo del cielo, un
águila, desciende sobre la serpiente que es el plano terrestre y aquel del
inframundo, para fusionarse los dos seres en un emblema que representa un
puente entre el mundo de los humanos y el de los dioses. Pues la esencia de la
serpiente es depositada en el águila y las dos se vuelven uno solo. La ciudad
cuyo nombre sería el de un país entero había sido bendecida como el centro
mismo del universo, en donde sus tres planos se conectaban y los hombres podían
hablar con los dioses.
¿Cuándo fue que el impresionante
simbolismo que nuestra bandera contiene se perdiera en el tiempo, y la comunión
del cielo y la tierra se desvirtuase para convertirse en la expresión tan
occidental que nos habla del exterminio y triunfo sobre el ‘mal’ reflejado en
la serpiente? Hemos perdido aquella noción de dualidad universal que tanto
balance trae consigo, para reemplazarla con la eterna lucha entre opuestos, el
bien y el mal. El símbolo que representa el corazón mismo de aquella cultura
antigua ha sido roto en pedazos que ahora se han dividido y diferenciado tanto
que sus contornos ya no corresponden, nuestra historia es un rompecabezas cuyas
piezas no pueden ensamblarse sin dejar brechas tan profundas entre sí que no
bastaría un sexenio para cruzarlas.
Nuestra sociedad ha aprendido la
manera de existir en el mundo como un cristal estrellado que no se despedaza.
Vivimos por vivir, y el peso de una historia cuya imagen es la de un camino tan
cubierto por la maleza que es imposible distinguir su dirección sin cometer
errores que nos hagan perder el curso. Es tan injusta la vida de quien es
puesto tras las rejas sin culpa alguna, como la de quien porta una placa y una
pistola como única fuente de ingreso económico para su familia, cuyo interés es
cuidar a los suyos, y que estaría dispuesto a sobrecargar su conciencia con tal
de recibir el dinero extra que podría significar una mejor oportunidad para sus
hijos. Estamos completamente atrapados en una red tan resistente y cerrada que
sofoca a todo aquel que habite este territorio infestado de riquezas.
La imagen del mundo desarrollado,
el progreso y la modernidad, ha sido el sueño de quienes poseen el poder desde
que obtuviéramos finalmente la independencia, quizá incluso desde antes. Pero
nunca nos hemos detenido a reflexionar si está realmente en el destino de
nuestro país el conseguir el título de primer mundo. Tal vez debamos abrir más
los ojos para percibir los colores que nos rodean, México es un zarape cuyas
fibras corren hacia atrás decenas de miles de años, cuyos materiales provienen
de tantos lugares en el mundo que resulta imposible definir una sola identidad.
Se habla de tres raíces, pero éstas son únicamente las que al árbol resultan
vitales, sin embargo este árbol ha crecido y extendido sus ramas tan
ampliamente que hace falta ya reconocer la infinidad de pequeñas raíces que le
son indispensables para mantenerse de pie. No hace falta mucha capacidad de
observación para darse cuenta de que tan sólo en la Ciudad de México la
diversidad es increíblemente grande, reflejando los horizontes tras las
montañas que cierran el valle, que se extienden en diversidades verdaderamente
incontables. ¿Cómo podemos conformarnos con la ingenuidad de que algún día todo
aquello que es México cabrá en la diminuta butaca que ofrece el exclusivo palco
del primer mundo?
El futuro de nuestro país se esconde en los rincones más inauditos: es un espíritu de extraordinaria libertad que en fragmentos ha logrado ocultarse tras los pilares de un templo barroco y entre las sombras de los corredores del claustro virreinal, se ha disuelto en las llamas del anafre, ha escalado a la cima de los volcanes para permanecer congelado en sus glaciares, aparece intermitente en los pasos del danzón y juega en los remolinos de polvo que el viento de primavera despierta en los caminos de tierra. Todos los días nos susurra al oído pidiéndonos despertar, es la olvidada conciencia que tras siglos de soportar la injusticia hemos encerrado en el más oscuro de los calabozos. Es una mirada que llega inesperada y en un instante fugaz alcanza el corazón, por breves momentos llenando el vacío entre aquellas piezas aparentemente irreconciliables de un rompecabezas que forma una imagen que nunca dejará de cambiar, pero que con nuestra ayuda recobrará aquel significado tan poderoso e intimidante. El verdadero puente entre el cielo y la tierra está sostenido por cada momento en el que los habitantes de este extraordinario lugar ha gritado desde lo más profundo de su ser ¡Viva México!
Xesús F.
Simplemente hermoso... asi como Mexico. Estar aqui nos desespera por las carencias, corrupcion y violencia. Estar lejos nos hace pensar en la gente, los paisajes, las majestuosas construcciones y esa alma que atrapa a muchos, como tu abuelo al llegar aqui.
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