Explosiones violentas de fuego y de lava ascienden entre nubes de humo negro y cenizas. Relámpagos y truenos quiebran en cielo y hacen temblar la tierra. Desde el horizonte, tras la sierra y los montes, se va desprendiendo un sol de sangre.
—¡Los antiguos dioses regresan al mundo!— Gritó desesperadamente un anciano que se refugiaba bajo un puente de concreto.
Las multitudes se revolvían en un caos mortal, cientos yacían aplastados por sus propios hermanos. Los gritos y llantos se desvanecían al imponerse sobre ellos la voz de la montaña en erupción.
—¡¡Es el fin...!!— se quejó el anciano, aferrándose a un poste de teléfono mientras el río de gente lo atropellaba.
Un fuerte terremoto azoto la ciudad, destruyendo toda esperanza y barriendo con las torres que solían rasgar las nubes. Mientras el enfurecido disco del sol se abría camino entre el humo, otra figura imponente se levantó sobre el mundo. Lentamente, provocando el crujir del planeta mismo, la dama de piedra se puso de pie. Al principio su andar era lento, pues su cuerpo estaba entumido por haber pasado tantos siglos en quietud y en silencio. Ya camina con paso firme, su presencia logra calmar al volcán.
—Calla y duerme, amor de roca y humo, guarda tu furia en el corazón del mundo y cubre tu rostro con la helada manta de nieve y paz...— ordenó ella.
La gigante de piedra sopló para esparcir las nubes de gas y ceniza, dejando al sol un campo libre y azul. Ya no se escuchan los truenos, pero la otrora orgullosa metrópoli yace en ruinas.
—Señora del tiempo y de la calma... ¡Ayuda a tu pueblo que se pierde en la agonía y la desesperanza!— lloraba el viejo, su clamor se alzó por los aires y un viento del norte lo llevó hasta los oídos de la mujer petrificada.
La montaña viva marchó hasta el anciano y lo tomó entre sus manos, plagadas de raíces y chorreantes de agua fresca. El hombre se hincó y colocó sus manos en gesto de súplica, sus lágrimas rozaron la piel del monte.
—No hay nada más que pueda hacer por ustedes, el destino es terreno de fuerzas más grandes que los cerros y los valles... Y sin embargo, es un poder que los dioses han otorgado sólo a sus hijos los seres humanos...— explicó la mujer.
—Entonces es verdad! Estamos perdidos para siempre...— respondió el anciano, arañándose las mejillas.
—En verdad su tiempo se ha agotado si les es imposible ver la esperanza, aún desde la oscuridad... Los tiempos que vienen estarán entre los peores, el sol será de sangre día y noche, la luna morirá y no se escuchará el canto de ningún ave en todo el país... Sólo con la mirada en el horizonte podrán soportar esta marea, sólo uniéndose para buscar un camino que estará lleno de sacrificios, pero tendrá que recorrerse. Los tiempos en que se miraba arriba y se pedían respuestas han concluido, cada ser humano tendrá que asumir su propia responsabilidad y ver por el futuro de este lugar, no hay marcha atrás, el volcán sólo permanecerá dormido hasta que ustedes lo ordenen... El es el espíritu de fuego que habita en todo hogar, y que ha sido aplastado y silenciado por demasiados años, su furia se ha acumulado y ahora será muy difícil contenerla. Si ustedes no buscan ese destino, si no guían el rugido del volcán, este nos consumirá a todos, borrando las almas sin esperanza que serán el cadáver de una nación cuyo nombre se perderá para siempre.
El anciano permaneció en silencio hasta que la mujer montaña lo liberó en el suelo, alejándose para recostarse de nuevo, sobre la línea del horizonte. La tierra se conmocionó y el volcán comenzó a escupir fuego y humo, aún más poderoso que antes. Con los pies resecos y el estómago adolorido por el hambre, el viejo comenzó su camino. Al pasar junto a los pequeños grupos de personas que aún habitaban las derruidas calles, les pedía que lo siguieran, apuntando con su dedo hacia el frente. Poco a poco, la procesión creció, hasta que sumaba algunos millares. Marchando descalzos sobre el pavimento agrietado y lleno de basura, los habitantes de la ciudad avanzaban orgullosos, cada vez más llenos de esperanza. Cuando uno caía, otros lo levantaban inmediatamente; si alguien se quedaba atrás lo esperaban; si faltaba agua compartían sus botellas... Los grandes impulsaban a los chicos, hablándoles de posibilidades antes inimaginables. Canciones y música brotaban de diferentes puntos del desfile. Todo estaba en movimiento, avanzando constantemente hacia adelante a pesar de las montañas de escombro. Con el rostro inclinado hacia el cielo, el anciano se percató de que el fuego del volcán se movía sobre ellos, manteniendo el fluir de la pesada marcha. Con lentitud, una misteriosa fuerza se fue apoderando de cada uno de los caminantes, a su alrededor los edificios se reconstruían, muchos de ellos con mayor esplendor que antes. La vida regresaba a la ciudad y al país, el sol de sangre se convirtió en oro, y la luna brillo de nuevo en el cielo de la noche.
Una tarde, mientras recordaba la era de tinieblas, el anciano volvió la mirada a la mujer montaña. Su silueta velaba aún sobre el valle, cubierta por la nieve. Con el corazón encendido le agradeció la lección, llenándose nuevamente de lágrimas de emoción. Se asomó al balcón y observó al mundo de gente que circulaba por la calle, sonriendo dijo:
—Nuestro destino es caminar...
Xesús F.
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