miércoles, 9 de abril de 2014

Belleza...



Tocan a la puerta, tres golpes parecen ser una especie de convención para anunciar la llegada. Tardo en responder, aún no quiero levantarme de la silla, aún estoy pensando en la persona que hace unos instantes estaba frente a mí, sus palabras, ya revueltas, aún circulan mi mente. Vuelven a tocar, esta vez con más fuerza. Al levantarme, me doy cuenta de que ya estoy cansado de estas entrevistas, he comenzado a notar que detrás de todo parece no haber nada. Giro la perilla y mientras jalo la puerta doy un par de pequeños pasos hacia atrás. No sé porqué en ese momento sentí que la pieza de madera, girando sobre sus bisagras, era una especie de telón, que en un segundo revelaría a un nuevo actor en esta obra que parecía repetirse una y otra vez hasta el hartazgo.

Cuando vi su rostro por primera vez sentí su belleza como una cachetada, un golpe dirigido a mi ego. Una fugaz cascada de nervios bañó mi cuerpo, entorpeciendo un poco mi saludo. Entró a la habitación y fue entonces que mis ojos recorrieron su cuerpo, encajaba casi a la perfección con lo que yo solía definir como mis parámetros de proporción, mi cerebro hizo un análisis geométrico, midiendo el largo de los brazos, las dimensiones de la cabeza y la altura de las nalgas. Instantáneamente sentí atracción, pues por si fuera poco aquella visión estaba rodeada de un aroma que acentuaba la irremediable belleza del ser.

Tomamos asiento, inadvertidamente me perdí en sus ojos mientras a mi parecer yo seguía actuando muy profesionalmente. Tras un par de segundos inicié la conversación, preguntándole su nombre, su edad, estado civil, etc. Debía apegarme a un guión preestablecido, que me permitía cierto nivel de concentración a pesar de que mi mente y cuerpo estaban perdidos en la admiración de ese ejemplar. Mi capacidad de generar una charla insulsa para promover la confianza antes de las preguntas fuertes de la entrevista estaba reducida a cenizas, así que tomé mi cuaderno y comencé a preguntar.

—¿Qué crees que puedes ofrecer, que te haga sobresalir sobre otros candidatos?— su sonrisa aceleró mi pulso.

—Me siento muy a gusto sin ropa, no tengo problema con posar el tiempo que sea necesario y tengo experiencia con otros artistas. Cuido mucho mi físico y creo que reflejo la naturalidad que requieres...

Al escuchar esa última oración impulsivamente culpé a la naturaleza por crear seres tan abismalmente diferentes, por entregarle esos dones de belleza sólo a algunos. Confieso que durante gran parte de mi vida me consideré parte de ese grupo de criaturas bendecidas por los dioses, y no fue únicamente interpretación mía, si no una concepción reforzada por muchas personas presentes durante mi crecimiento. Me frustraba caer en considerar eso como una competencia.

—Evidentemente tienes el físico que busco, al igual que otras personas que se han sentado en esa misma silla, así que dime, ¿Por qué serías tú y no cualquiera de ellos?— sus hermosos ojos miraron hacia abajo, luego hacia la ventana, acompañados de una sonrisa muy diferente a la que antes me había cautivado.

—Quiero convertirme en una obra de arte, más que nadie, siempre ha sido mi ambición... creo que el arte ennoblece a las personas, y ver mi reflejo en ella puede llevarme a un nuevo límite...

Su respuesta me dejó atónito, nadie me había dicho tan directamente que quería convertirse en una obra de arte. Yo consideraba que la naturaleza, como artista, ya había cumplido ese propósito. Pero la ambición humana, sobre todo cuando fluye con la belleza, parece no conocer un horizonte.

—¿Límite para qué?— le pregunté.

—Para la belleza.— respondió, mirándome a los ojos con una certeza abrumadora.

Tenía en las manos la lista de preguntas que sistemáticamente había utilizado en las entrevistas, sin embargo, en ese momento parecían haber perdido todo sentido, se veían absurdas e incluso estúpidas. Me levanté de la silla, caminando hacia el estudio.

—Ven, vamos a ver cómo trabajas— mientras me alejaba, deseaba su mirada en mi espalda.

Se acercó, e inmediatamente supo dónde colocarse, la luz le pegaba en el ángulo correcto, y el caballete estaba listo. Sin que le diera más indicaciones comenzó a desnudarse, no pude evitar la ola de sensaciones que se apoderaron de mí al ser capaz de apreciar su cuerpo. La forma en que la luz acariciaba su piel, la forma en que su piel se ceñía a su figura. No encontré defecto alguno, a tal grado que cuestionaba aquella realidad. En mi corazón crecía el terrible conflicto entre apreciar esa belleza y sentir envidia por no tenerla.

Comencé a dibujar, y al mismo tiempo comenzó mi infierno. Había pasado los últimos diez años de mi vida estudiando las proporciones humanas, el cuerpo, el rostro, sus patrones misteriosos y los cánones que por milenios la humanidad ha impuesto sobre sí misma. Había ya trazado centenares de figuras, plasmando su belleza, enjaulándolos en un pliego de papel para prolongar su existencia. Pero ahora estaba perdido. Una y otra vez lanzaba líneas, rectas y curvas, mientras aquel cuerpo permanecía estático.

El aire que entraba por la ventana traía hasta mí el aroma que aún aceleraba mi pulso. Mis ojos se trababan en los detalles, en los pliegues, en las líneas imaginarias que delimitan la carne del aire. Mi mano no dejaba de moverse, sosteniendo el grafito. Agregaba sombras, generaba el volumen de lo perfecto, queriendo capturarlo todo.

Me detuve por un instante, me alejé del caballete y miré ambas imágenes en realidades contrastantes. A la vista parecían idénticas, ambas figuras, ambas luces. Pero algo en mi delirio comenzó a trasformar mi mirada. Ahora sólo veía defectos en mi obra, no era perfecta. Tomé de nuevo mi lugar, arranqué la hoja y comencé de nuevo. La repetición me llevó al mismo resultado, esa insatisfacción que no puede racionalizarse. Repetí otra vez el trabajo, y otra vez más. Notaba cómo se iban cansando, tanto el cuerpo que era mi inspiración como mi propia mano. ¿Qué era lo que no lograba captar? ¿Qué faltaba?

Estaba ya inmerso en el séptimo intento, apoyándome en mi maestría para generar un dibujo de técnica impecable. Poco a poco fui notando que la piel que producía el grafito era más suave, que la luz era más cálida, que el cuerpo mismo se conformaba de belleza absoluta, infinita. Mis ojos estaban muy cerca del papel, queriendo incluso vencer las mínimas imperfecciones en la hoja.

Incluso ahora no puedo saber cuánto tiempo me tomó aquel séptimo dibujo, lo habité sin remordimientos, abandonándome a mí mismo queriendo que me absorbiera a través del grafito. Es un misterio si por cansancio, o por una falsa ilusión de satisfacción, decidí finalmente alejarme del caballete y admirar el trabajo en su totalidad. Me levanté del banco, aún con los ojos trabados en la obra, caminando lentamente hacia atrás. En ese momento, una ráfaga de viento invadió el estudio, tirando el caballete y arrastrándome de regreso a la realidad. El cuarto estaba vacío, aquel cuerpo de carne había desaparecido y la noche se había llevado la luz que lo bañaba. Comencé a temblar, no entendía lo que me había sucedido, no podía encontrar en qué punto se habían fusionado varias realidades. Estaba aterrado, perdido en la cruda de una embriaguez que me había tomado por sorpresa.

Pasé horas llorando, acostado en el suelo junto al caballete. El dibujo boca abajo, embarrándose en la duela de madera. Me sentía intermitentemente azotado por las náuseas, cada vez que pensaba en el dibujo. Ya no recordaba con exactitud los detalles de ese cuerpo, la luz en la piel, las líneas imaginarias. Me quedé dormido, mis sueños fueron grises, sin sentido y sin importancia. Al día siguiente, al sentir el sol en mi rostro, pude levantarme. Sufí un periodo de ansiedad al enfrentarme con la decisión de levantar el caballete, dejando al descubierto el dibujo. Fue entonces que me armé de valor, debía entender qué era lo que me había llevado a ese episodio de locura. Tras respirar profundamente, lo levanté, la luz bañó de nuevo el papel, al mismo tiempo oscureciendo mi corazón. El dibujo, la locura, la búsqueda de la belleza perfecta, sin límites, sin vida, no era otra cosa más que un pliego de papel totalmente cubierto por el gris del grafito.

—Xesús Fájer.


sábado, 29 de marzo de 2014

Luces y sombras


Por Xesús F. de Prado

La puerta se cierra lentamente, impulsada por lo que yo supuse era el viento. Una sensación extraña se apoderó de mí, subiendo por mi espalda. Sentía la piel de gallina, mirando hasta el final del corredor cómo la línea de luz que antes era la imagen del exterior se iba estrechando. Crujiendo levemente, la puerta de madera estaba prácticamente cerrada. La luz desapareció y el tímido sonido del choque entre la lámina y el marco consiguió sacarme un susto.
El corredor estaba ahora completamente a oscuras. A través de la ventana pude ver a mi madre y hermana subiendo a un taxi, las gotas que se arrastraban por el cristal deformaban sus figuras. A los pocos segundos desaparecían tras el muro de la esquina. Sentado en la sala, nerviosamente noté que todo había quedado en profundo silencio. La calle se encontraba desierta, los perros no ladraban, hasta la lluvia misma había perdido su voz.
Escucho pasos al fondo del corredor, mi corazón salta. Intento fijar la vista pero es imposible penetrar la oscuridad. Hago el esfuerzo de levantarme del sillón, no lo logro. Me siento completamente vulnerable ante la presencia que se acerca desde las sombras. Una silueta negra comienza a delinearse contra la tenue luz de los muros blancos al principio del pasillo. Se acerca a mí, definitivamente.
En mi cabeza repito una y otra vez la pregunta: ¿Quién eres? Mis labios no logran pronunciarla, estoy paralizado de terror. Lucho contra el miedo, respirando profundamente. Cierro los ojos, sintiendo aquel ser mucho más cerca de lo que está. Con los ojos aún cerrados logro hacer la pregunta en voz alta: ¡¿Quién eres?! Justo antes de atreverme a mirar de nuevo, escucho una respuesta: “Abre tus ojos, soy yo”.
Una cálida sensación envolvió mi corazón, llevándose el miedo y permitiéndome mirar al frente. Al abrir lentamente los ojos noto que una fuerte luz ha sustituido las tinieblas en el corredor. Todo a mi alrededor es cubierto por la claridad. Me encuentro ahora en un mundo totalmente blanco. Frente a mí, apoyado en su bastón y con una boina a cuadros sobre su cabello plateado, se encuentra mi abuelo.
Á auga de correr e ós cans de ladrar, non llo podes privar…— me dice, apoyando su bastón sobre mi hombro, dándome un leve golpecito —…yo ya no estoy ahí, no hay razón para sentirse obligado a nada.
—Pero… estoy lejos, estuve lejos estos últimos años… y ahora que te has ido me siento mal por no haber intentado acercarme… aunque sea un poco más…— respondo, siento los ojos húmedos y mi voz se resquebraja.
—Con gran alegría recibí la noticia de que habías nacido, tantos años atrás… te vi crecer, tomar camino, cada vez que regresabas a mi casa, tu casa… Aquella vez que haciendo algunas cuentas pregunté a tu padre si habías sido concebido antes de tiempo, él me respondió “¿Don Arsenio, quiere a su nieto?”…con gran orgullo y sin pensarlo dos veces le dije que sí. Nunca te reclamaría el estar ausente en mi velorio, o en mi funeral… Ahora que mi espíritu es libre de mi cuerpo puedo ver a través de tus ojos y saber, con toda certeza, cuáles son tus sentimientos.
Dejando escapar un par de lágrimas, cuya razón no podría explicar, hice la primer pregunta que se me ocurrió.
—¿Qué se siente justo antes de morir?
—Paz… sólo paz. Con plenitud se ve por última vez el mundo que queda atrás, con todos los años vividos comprimidos en un instante, un último respiro… Una segunda vida, fugaz, que con su ímpetu te impulsa a dar ese gran paso hacia el abismo.
—¿Abismo?— pregunto, imaginando un agujero sin fondo, tan negro y ausente de luz como el infierno mismo.
El abuelo nota la inquietud en mis ojos y sonríe.
—No es un abismo de oscuridad, es un abismo de luz… caer, se siente como una relajación tan profunda que causa somnolencia incontenible. Una paz y una felicidad tan abrumadoras que inyectan de fuego al espíritu…
—Envidio ese sentimiento, ese descanso del que hablas… más ahora que sé que no hice mal al quedarme aquí y no ir a tu funeral. No me gusta la tristeza que le otorgan a la muerte…
—Haces bien, la muerte no es triste, y definitivamente no es negra… es la morriña*, transformada en mujer, que deja de ser un simple anhelo para convertirse en una realidad eterna.
Me levanto sin trabajo del sillón y me acerco a mi abuelo. Con cierta desesperación, noto que con cada paso que doy se desvanece su imagen. Comprendo que no podré alcanzarlo. En su rostro se dibuja una última sonrisa, radiante, que me llena de alegría. Se da la vuelta y comienza a caminar, lentamente, apoyándose en su bastón, como lo hacía hace años cuando se iba a trabajar en las mañanas. Desaparece en el corredor oscuro. Suspiro profundamente, con una sonrisa vuelvo a sentarme para admirar la lluvia rozando la ventana.



*La morriña es parecida a la nostalgia y a la melancolía.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Mañana


Se derrumba la cúpula, aquella techumbre de roca y argamasa alguna vez decorada para Dios mismo. Los pedazos aplastan lo que queda del altar, desgarrando aún más la tela blanca que se encuentra ya podrida por la humedad. Aquello causaría gran estruendo, si hubiera alguien que pudiera escucharlo. Los corredores, flanqueados por enormes columnas, son iluminados por luz que ahora se abre camino en el enorme agujero en el cruce de las bóvedas. Las imágenes de los santos han comenzado a desvanecerse, su pintura se pierde, sus rostros lanzan miradas fantasmas que rozan los rincones oscuros de la catedral que agoniza. Afuera, en la enorme plaza, los juncos ocupan los sitios que alguna vez estuvieran destinados a los vendedores ambulantes, pequeños islotes sobresalen donde quedaran autos abandonados, corroídos por el contacto con el agua. Todo edificio mostraba ya señales de negligencia, nadie ya estaba ahí para mantener la ciudad, las voces humanas no eran más que ecos en la profundidad de torres y palacios. La vanidad de hombres y mujeres de despedazaba con cada nuevo derrumbe, muy lentamente desaparecía de aquel sitio lo eterno en la cultura humana, dando paso a la victoria de la naturaleza...

Desde hace miles de años el Valle de México alberga una considerable población de seres humanos, que han obtenido de él todo cuanto recurso han encontrado. Rodeado de montañas cubiertas de bosque, de las que fluyen interminables arroyos que confluyen en un sistema lacustre con la capacidad de sostener importantes ecosistemas, a pesar de la constante influencia destructiva de las personas. Caza, pesca, agricultura, agua limpia, materiales de construcción y un clima privilegiado, todo esto ha favorecido la constante expansión de los asentamientos humanos en el valle, hasta alcanzar niveles demográficos que lo colocan entre las zonas más pobladas del mundo. Hoy sabemos que las bondades del Anáhuac son finitas, que sus ecosistemas están descompuestos, que el agua es contaminada y desperdiciada y que sus bosques desaparecen. La plaga de la humanidad ha arrasado con un antiguo paraíso, que desde siempre ha ocultado en sus entrañas la posibilidad de vengarse de sus lentos asesinos. Entre sus montañas cubiertas de bosques se ocultan poderosos volcanes, sus ríos secretos son capaces de convocar las más terribles tormentas, y su suelo espera el momento de vomitar de nuevo los interminables lagos que alguna vez lo cubrían. Ciertamente las fuerzas creadoras han dotado a este sitio de tantas bendiciones como maldiciones, y llegará el día en que paguemos la deuda de la que por tanto tiempo hemos sido acreedores.

El Valle de México es simplemente una maqueta del mundo entero, del planeta que ha ofrecido a la especie humana los recursos para su imparable desarrollo, y que lentamente se quiebra ante la torpeza de nuestro andar. Todo aquello que hemos construido parte de la destrucción de algo más, las estructuras que diseñamos, ya sea para soportar enormes torres o para gobernar sociedades, comienzan a colapsar bajo su propio peso. Hoy que nuestro planeta alberga cerca de siete mil millones de personas nos encontramos mucho más cerca del punto de quiebre de lo que queremos aceptar. Mientras los líderes del mundo maniobran para seguir sosteniendo el frágil universo financiero, se dejan en segundo plano las acciones en favor de la Tierra, que de por sí son insuficientes. Hoy sufrimos ya lo que será la siguiente generación de temporadas climáticas, las tormentas tropicales, los frentes fríos y los huracanes cobran fuerza debido a la desestabilización del sistema climático. Las temperaturas del mar y la atmósfera aumentan cada vez más, rebasando la línea de retorno. Las cosechas sufrirán ya sea por la sequía o el exceso de lluvias, las costas serán arrasadas una y otra vez por poderosos huracanes, las praderas serán barridas por tornados y poco a poco la humanidad sufrirá cada vez de más hambre. Los recursos económicos no serán suficientes para solventar las consecuencias de los desastres naturales, aunados a la falta de alimentos, las emergencias médicas, la creciente
enfermedad y la escasez de agua potable. Las guerras del hambre y la sed desestabilizarán a la sociedad, causando primero la caída de los Estados pobres, provocando enormes migraciones hacia los países con más recursos. Helados inviernos diezmarán Europa y Norteamérica, poniendo a las potencias del mundo de rodillas. Y cuando el polvo se asiente, tras la guerra, el planeta respirará profundamente, intentando olvidar aquella terrible plaga que lo azotara durante cinco mil años. Los sobrevivientes humanos, sumando ahora cerca de setecientos millones, deberán encontrar una nueva forma de relacionarse con el mundo, teniendo como recordatorio la ruina de su civilización.

lunes, 4 de noviembre de 2013

El Espejo



La conciencia se mira a sí misma, repetida infinidad de veces, en planos que proyectan perspectivas de la realidad que se distorsionan en las profundidades del espejo. Es entonces que, confundido, el ser humano pierde noción de la dirección que debe tomar. Chocamos con los espejos, ocasionalmente destrozando alguno, y no distinguimos realidad de reflejo porque hemos generado una conciencia alterna, habitante de los espejos, que arrastra nuestra mirada en las direcciones equivocadas. Si nuestra referencia es siempre el espejo dejamos de ser nosotros mismos, perdiendo nuestra verdadera conciencia para ceder al impulso del reflejo, que por definición es deficiente, careciendo de genuina profundidad. Despersonalizado intermitentemente, el ser se analiza desde el reflejo, enfocando sólo la superficie, ignorante de sus propios sentimientos. El ser entonces se juzga, vorazmente, en el más estricto escrutinio que parece sólo enmarcar defectos. Avergonzado de verse patético, ensordecido por los gritos de la conciencia alterna, bidimensional y meramente producto de un efecto lumínico, el ser sabotea su propia existencia. La ceguera le impide percibir el daño que puede causar a su entorno, pues se cree erróneamente habitante del vacío. Es imprescindible que, para su salvación, el ser sea capaz de distinguir claramente ambas conciencias, primordialmente la que le ha acompañado desde su creación, aquella que carga en el interior y que es impulsada por profundos sentimientos y emociones. Tan fácil es perderse en el laberinto de espejos, abandonar la voluntad de ser quien se es, que el laberinto está repleto. Tal vez incluso aquellos que conocen la salida permanecen parcialmente en sus retorcidos corredores, porque tal como han logrado percatarse de los límites entre reflejo y realidad, conocen también los beneficios de mirarse al espejo. Aunque el equilibrio entre ambas visiones puede ser muy frágil, quienes lo alcanzan se vuelven capaces de reconstruirse a partir de los productos de ambas conciencias, fortaleciéndose en cada nueva versión. Tan sencillo como suena, el arte de verse a sí mismo puede tomar toda una vida en aprenderse.

domingo, 28 de julio de 2013

Luz y Oscuridad



Se dice que todos los seres humanos nacemos con las capacidades de hacer el bien y el mal en igual medida, y que las decisiones que tomamos durante la vida, al acumularse, pesarán más de un lado o el otro. Desde hace mucho tiempo, la cultura Occidental se ha definido a través de la eterna lucha entre el lado de la "luz" (lo bueno, lo divino y lo sagrado) y el lado de la "oscuridad" (lo malo, lo demoníaco, visceral, animal, oculto y tenebroso).

El concepto de "Edad Media" ha llevado esta a proporciones épicas: diariamente se ejecutaban brujas y herejes, se declaraban guerras contra los infieles y se convencía al pueblo del terror que debemos sentir ante el pecado. Europa, en ese entonces, era para sus habitantes un territorio genuinamente oscuro y aterrador, cuyos impenetrables bosques eran sin duda casa de demonios y hechiceros, cada epidemia o sequía se consideraba un castigo divino que el pueblo había traído sobre sí mismo al pecar y constantemente circulaban leyendas y rumores de maldiciones en viejos castillos o casas abandonadas, duendes, monstruos, ogros y espíritus malignos que cazaban las almas de los aterrados aldeanos...

Sin duda es ese relato de la Edad Media lo que construye en nosotros occidentales esa trinchera y línea de fuego entre las fuerzas del bien y del mal. Caracterizado en el Catolicismo en dos entes, opuestos en todo sentido, que son Dios y el diablo. La doctrina cristiana propone a Dios como creador del ángel que se convertiría en Satanás, y por lo tanto le otorga un poder mayor al lado del bien, el de la luz.

Conceptualmente, la luz se tiene que crear, mientras que la oscuridad ha existido siempre. La oscuridad es lo que queda cuando se va la luz, no es una consecuencia ni un producto, simplemente el estado natural del universo. No hay nada que provoque más a la imaginación humana que la oscuridad, en ella puede habitar cualquier cosa hasta que una luz revele otra realidad. La oscuridad creó a los dragones y a los ogros de la edad media, a los hombres lobo y a los vampiros, a las hadas, los duendes y los fantasmas. Ella despierta en nosotros el miedo a la muerte, a lo desconocido, es incertidumbre y duda. Tan pesada como pueda llegar a ser, la sombra impenetrable siempre ha sido enorme fuente de inspiración para la inventiva y la creatividad humanas. En lo personal, por ejemplo, considero la etapa oscura de Goya enormemente conmovedora, me provoca miedo, pero me ayuda a entender todo lo que realmente contiene el reino de sombras.

Mientras que la oscuridad es fuente de creación, la luz es un agente de "revelación". La luz desnuda a la oscuridad para dejar ver sólo materia. Si disparamos un haz hacia un rincón en penumbra estableceremos una "realidad" de lo que ahí existe, incuestionable y limitada. La luz define y la oscuridad elimina los límites. La luz es realidad, tangible, rígida y la oscuridad equivale a posibilidad. Considerando que la oscuridad es realmente el origen de todo, desde el universo hasta el contenido inconmensurable de la mente humana, ¿Vale la pena ligar estos conceptos con la bondad y la maldad, o incluso considerarlos opuestos?

-Xesús Fájer.

jueves, 4 de julio de 2013

El Buffet Privado de la Reina



—¡Dígame, por favor, señor cocinero, que esta vez sí me tiene buenas noticias!

—Gran Visir, mi respuesta es la misma que ayer y que el día anterior… cuatrocientos platillos, hoy y para siempre.

—¡¿Cómo puede ser posible?!

—Debería preguntárselo directamente a Su Majestad, yo sólo soy un simple cocinero.

El Gran Visir estaba por retirarse a su habitación, completamente frustrado, cuando una de las damas más cercanas a la Reina se le aproximó.

—Gran Visir, la Señora Cleopatra desea que la acompañe en su almuerzo de hoy… sígame, por favor.

El Visir asintió y caminó tras la dama, pensando si la reina se habría enterado de sus constantes inquisiciones al cocinero y pensaba ahora destituirlo. Fuera cual fuese el motivo del gran honor de compartir la mesa privada de la monarca, aprovecharía la ocasión para librarse de aquella pregunta que le pesaba hasta en los sueños.

La dama abrió la puerta del comedor privado, uno de los lugares más aislados y desconocidos para el Visir dentro del palacio. El interior lo dejó atónito, una enorme mesa se extendía a lo largo del gran salón, cuyas dimensiones entraban en conflicto con cualquier definición de privacidad o intimidad. Sin embargo, diariamente la Reina Cleopatra se sentaba completamente sola a disfrutar de su almuerzo.

—Veo que has recibido mi invitación, noble Visir, entra y busca en dónde sentarte— dijo la monarca.

El Visir hizo una respetuosa reverencia en señal de agradecimiento y comenzó a recorrer la mesa, completamente desubicado. Según la información del cocinero, la Reina ordenaba que se cocinaran cuatrocientos platillos, lo que ahora podía ver el Visir era que además se disponía una silla frente a cada uno de ellos. Cuatrocientas sillas diferentes para cuatrocientos platillos diferentes. La primer pregunta obvia salió inadvertidamente de su boca:

—¿Esperamos a más gente para comer, Su Majestad?

—No, seremos sólo dos— respondió Cleopatra, acercándose al Visir y notando su evidente consternación —¿hay algo que te inquiete, noble Visir?

—Son todos estos lugares y toda esta comida, su alteza… ¿cómo es que una sola persona, aun siendo la Reina, puede consumir tal cantidad de alimentos?

—Es sencillo, sólo elijo un platillo cada día. Los demás se envían a los comedores para mendigos.

—¿Y no sería más sencillo pedir al cocinero que prepare sólo el platillo que a su alteza le plazca?

Cleopatra sonrió y pidió al Visir que la acompañara junto a la ventana. Afuera podía verse sólo el desierto, tan extenso como alcanzaba la vista.

—Dime, Gran Visir, ¿Qué es lo que ves a través de la ventana? — preguntó.

—El desierto… arena y viento— respondió el Visir, con tono de extrañeza.

—¿Sabes por qué el desierto es mágico, noble Visir? Cuando una persona camina por el bosque o el campo siempre es posible seguir sus pasos, ya que sin importar lo que haga dejará algún tipo de rastro tras de sí; en el desierto esto no sucede, los pasos son inmediatamente borrados por el viento y las colinas cambian de lugar constantemente… en el desierto resulta imposible seguir el mismo camino dos veces.

—Las estrellas, su alteza, nos permiten viajar a través del desierto, y seguir las rutas hacia el Oriente…

—Tienes razón, pero son sólo guías, nos indican hacia dónde virar pero nunca nos dirán cuáles fueron los pasos de otros viajeros. Es por esto que hago preparar cuatrocientos platillos y disponer cuatrocientas sillas diferentes en torno a mi mesa privada. Cada día, al atravesar las puertas de este salón, me libero de la carga de ser una Reina y siento mi espíritu libre volar más allá del desierto hacia el resto del mundo. Camino entonces alrededor de la mesa hasta sentir que uno de los platillos me llama de nuevo a casa…

El Gran Visir permaneció en silencio, estaba realmente sin palabras. Cleopatra caminaba junto a la gran mesa, mirando los platillos y de vez en cuando acercándose para percibir los aromas.

—¿Sabes, Visir? Algunos de estos platillos contienen ingredientes traídos desde los sitios más alejados del gran Imperio Romano y la antigua Persia, sabores exóticos que se alternan aleatoriamente con aquellos mucho más familiares, provenientes de todas las regiones de mi querido Egipto…— la Reina hizo una pausa y miró fijamente al Visir, para preguntarle —¿Dime, cuál es tu platillo preferido?

—Su Majestad, yo nací en Akhmin, al norte de Abydos, ahí conocí sólo las lentejas, preparadas por mi madre, con ellas crecí y son el único alimento con el que me siento cómodo…

—¿Qué dirán los Romanos de mí, si mi Gran Visir, mi Honorable Concejero, sólo come lentejas cual remero de barca? Y yo creía ser una prisionera…

El Visir se sintió reprendido como niño pequeño y bajó la cabeza, después consiguió preguntar:

—¿Prisionera, Su Majestad?

—Soy una Reina, Gran Visir, mi País es mi mundo, tan pequeño o tan grande como pueda llegar a ser, no puedo dejarlo. Por esta razón construí este salón, esta mesa y estas sillas… por esta razón pido al cocinero cuatrocientos platillos todos los días. En esa variedad de sabores e ingredientes exóticos está la libertad de mi espíritu, cuando dejo de ser Reina y sólo soy Yo.

El Gran Visir miraba a Cleopatra alejarse hacia los confines del gran comedor. En su mente aparecía una y otra vez la imagen del desabrido plato de lentejas que al final del día le traía tranquilidad y un sentimiento hogareño de seguridad.

—Su Majestad dijo que al recorrer la mesa uno de los platillos la llamaba de vuelta a casa, eso es lo que siento al comer las lentejas, me siento de nuevo en casa…

—Noble Visir, yo intento hacer mi mundo mi casa. Este banquete es mi mundo y cada día lo recorro una y otra vez hasta encontrar mi casa, sin embargo, todos los días mi casa es diferente. Algunas veces la conozco antaño y otras es completamente nueva y desconocida… elijo un platillo conocido cuando sólo quiero admirar el desierto a través de la ventana, desde lo alto de mi palacio; y elijo un platillo nuevo cuando en mi corazón existe el deseo de vivir en el desierto y más allá, donde las huellas del pasado desaparecen, dejándome sólo ver el emocionante futuro y sus posibilidades. Recorro parajes que nunca hubiera imaginado, tengo aventuras agradables y terroríficas, y sólo así puedo saber realmente qué es lo que me gusta comer. Sólo así hago crecer mi mundo y dejo de sentirme prisionera… sólo así puedo saber quién soy.

El otrora orgulloso Visir veía su vida entera comprimida en el espacio entre las lentejas, por primera vez en su vida no le apetecían en lo mas mínimo. Comenzó a admirar con ojos distintos la gran mesa privada de la Reina, aquel enorme buffet que sustituía al mundo entero. En silencio comenzó a recorrerlo igual que lo hacía Cleopatra, poco a poco comenzó a sentirse atraído por los exóticos aromas de aquellos extraordinarios ingredientes de los que le había hablado la Reina.

Un olor en particular captó su atención, lo siguió hasta encontrar el platillo del que provenía y sin dudarlo más se sentó frente a él. Tan sólo bastó con probar el primer bocado para que sus ojos, que veían un desierto sólo hecho de arena y viento, pudieran ver en él el mundo entero.

-Xesus Fajer.

viernes, 28 de junio de 2013

Carta de Navegación



En medio del mar, a miles de kilómetros de cualquier costa y con la tormenta pisándonos los talones, navegamos. Hace mucho tiempo que la tripulación perdió cuenta de los días, simplemente dejó de importarles si era lunes o domingo. Mi formación me obliga a fechar cualquier documento que se ingrese a la bitácora de la expedición, sin embargo, he tirado mi formación por la borda.

Hoy todo es horizonte, nada más que una línea que divide el aire del agua. El barco se mece con violencia, casi como un péndulo fuera de ritmo. Nadie reacciona, sus cuerpos han perdido la noción de estabilidad, si la nave no tambalea es cuando vomitan. El mar extiende sus dedos a través de las ventanillas, y una pila de mis apuntes se deslava tras su rasguño. Qué importan esas palabras, inútiles referencias a lugares y momentos que ya nadie puede recordar.

El capitán permanece ahogado en el último barril de ron. No quiero ni imaginar qué tanto de su enmarañada barba se ha desprendido en el alcohol. Por innumerables jornadas ese hombre luchó por mantener en alto los espíritus de sus subordinados, coquetéandoles con la idea de una tierra del otro lado del océano, la posibilidad de enriquecerse más allá de cualquier ambición que ahora los consumiera. Cuando estas palabras dejaron de tener significado para la boca del capitán y comenzó a escupirlas con creciente odio, fue entonces que el más bajo de sus peones se acercó para dejarle caer un derechazo en la mejilla izquierda. El líder de la expedición quedó entonces mudo, su mirada vidriosa se secó y en su boca se pegó como mejillón un vaso siempre embriagador.

Después de eso imaginé que habría un motín, y probablemente me asesinarían junto con el capitán. Nada sucedió, los pobres hombres no tenían corazón ni siquiera para sublevarse. Escuché a un anciano decir: "cuál sería el punto, si moriremos todos juntos en esta jaula flotante".

La comida se agotará en un par de días, y el agua, podrida, tal vez aguantará un día más; después de eso empezaremos a trazar un camino de cuerpos en el lecho marino. Al menos, creo, algunos animales estarán contentos. Me doy cuenta, en un fugaz instante de lucidez, en el nivel de oscuridad que han alcanzado mis pensamientos. Me pregunto constantemente qué será de las almas que van a morir en las aguas, al fin del mundo... ¿Somos suicidas y por lo tanto nos espera el purgatorio, o el infierno? Me despreocupa la noción de que cualquier dios evidentemente habría abandonado ya a un grupo de seres tan desgraciados como nosotros. Lo tenemos merecido, pues no se me ocurre qué clase de locos son capaces de aceptar abordar un barco que tiene como destino aguas que van más allá de cualquier mapa jamás trazado.

Ha comenzado a llover, algunos marineros estúpidos corren desnudos por la cubierta principal, sólo un par procura capturar tanta agua dulce como sea posible. Esfuerzo inútil, tal vez, creo que ya no me avergüenza en absoluto darle la razón a los estúpidos. Extiendo la mano hacia afuera, sintiendo las frías gotas caer sobre mi piel, y deslizarse aleatoriamente hasta caer al suelo. Coloco mi otra mano al exterior, formo cuencas con mis dedos y palmas y lanzo el agua fresca sobre mi rostro lleno de mugre. Líneas grises corren por mi cuello y se pierden en el tejido de mi camisa. Doy un paso hacia la cubierta, reaccionando ante el golpeteo de la lluvia en mi cabeza, mi cabello grasiento tarda en empaparse. Cierro los ojos y giro mi cabeza hacia el cielo, abro la boca, el agua tiene un sabor tan dulce que podría ser miel. Los dos hombres que intentaban llenar un barril con el precioso líquido ahora lo lanzaban a chorros, mojándose uno a otro y desperdiciando la vital bebida. No importa, dije, grité, lloré.

Corro hacia el camarote del capitán y lo encuentro dormitando sobre su escritorio. Sacudo su hombro con la violencia de mi excitación y logro despertarlo. El viejo se incorpora, babeando, y frunce el ceño al verme completamente mojado. Lo jalo del brazo, llevándolo hacia afuera. Abro la puerta de una patada y le muestro el éxtasis en que se encuentra su tripulación. El hombre observa, respira sonoramente y golpea un barandal con su puño. Desciende el par de escalones que lo separaba de la cubierta y se lanza a bailar como un demente. Lo sigo con la mirada, sonriendo y riendo ante su horrenda danza. Algunos marineros estaban ya tomados de las manos y dando vueltas, los gritos y las risas destruyendo el canto de la lluvia y el mar.

De repente el agua deja de caer. Las nubes grises han perdido su color y se disipan en una tenue niebla blanca. El sol invade la cubierta y casi de inmediato empieza a evaporar los charcos. Todos permanecen quietos y en silencio, repentinamente conscientes de lo que sucedía, golpeados por una noción de realidad que jamás hubieran supuesto que dolería tanto. Con los corazones perforados, comienzan a caer, uno a uno. Algunos de los que yacen tendidos sobre las planchas de madera comienzan a lloriquear desesperadamente, otros miran hacia el cielo, pasmados, perdidos en la nostalgia.

¿Qué sucedió? Me pregunto repetidas veces, terribles ansias me invaden y corro de nuevo a encerrarme en mi cuarto. Doy palmadas en todo mi cuerpo, sintiendo la humedad, pensando en la misteriosa tormenta. El episodio de locura colectiva era una señal, probablemente ese mismo día acabaría todo. Seríamos tragados por algún terrible monstruo de las profundidades, o simplemente el barco comenzaría a hundirse de forma natural, después de todo estaba ya en condiciones deplorables. Marineros bailando como niños es lo único que me viene a la cabeza, nada más allá. Me inclino para ver lo que sucede en la cubierta a través de la puerta entreabierta. No veo movimiento. Salgo para encontrarme con un barco completamente vacío. Ningún marinero, ayudante o capitán a la vista, nadie. Subo al puente y miro alrededor, aterrorizado por la sorpresa de distinguir cerca de cincuenta cadáveres flotantes alejándose tras la nave. Nada que hacer, absolutamente nada. En este momento conozco ya la soledad, completa, severa y tan llena de paz.

Mi decisión es permanecer a la deriva, no me preocuparé por maniobrar las velas u operar el timón. Soy ahora nada más que una ficha en el juego que eternamente comparten el cielo y el mar. A donde me muevan iré. Al llegar la noche me siento en silencio absoluto, mirando las estrellas. No hay más sonidos que el golpe de las olas en el casco, y el ocasional eco fantasma de los marineros unido al crujir de la madera. A pesar de la calma en ningún momento cedo ante el sueño, la verdad es que ya no me invade. Soy testigo de una noche entera, y al notar el cielo se va tornando cada vez más cálido y claro produzco una sonrisa, sin saber de dónde proviene. Sigo tendido, soy parte del barco que gentilmente se desplaza, perdiéndose para siempre. Veo el sol dorado iluminar el mástil, la luz desciende lentamente hacia la cubierta. Una extraña emoción se apodera de mí, creciendo a medida que veo acercarse la línea de luz hacia mi cabeza. A través de mis poros siento subir la temperatura del viento, la luz está ya muy cerca. Empiezo a notar un leve destello en la punta de mi nariz, cuando el barco se detiene de golpe. Mo corazón se acelera, mi mente recuerda esa sensación, mi cuerpo se conmociona e involuntariamente me pongo de pie, dirigiendo la mirada hacia la salida del sol y después en dirección contraria. Sobre el barandal de la proa alcanzo a distinguir el indiscutible fin de este viaje. Pequeñas hojas de árboles y ramas que se mecen con el viento. Salgo corriendo y de un brinco aterrizo sobre la arena, mis pies agradecen la suavidad, mis dedos juguetean con la tierra, mis ojos se deleitan ante la presencia de las plantas, los árboles, y un horizonte poblado de montañas.

Sólo un día separó para siempre a aquellos marineros de pisar tierra una vez más. El misterio de la muerte, el tiempo y el destino, la vida que es tan turbulenta como la estela de espuma que dejó el barco, y que aún se desvanece sobre las olas, hacia el infinito. Encerrado en las gotas de agua y miel quedará el recuerdo de la travesía, amargo, dulce, salado... Con el simple soplar del viento la nave se desploma, sus piezas son arrastradas por la marea dejando una playa limpia, donde sólo permanecen mis huellas. En medio de la arena, a cientos de kilómetros de cualquier persona y con la tormenta pisándome los talones, camino.

Xesús Fájer.