lunes, 18 de noviembre de 2013
Mañana
Se derrumba la cúpula, aquella techumbre de roca y argamasa alguna vez decorada para Dios mismo. Los pedazos aplastan lo que queda del altar, desgarrando aún más la tela blanca que se encuentra ya podrida por la humedad. Aquello causaría gran estruendo, si hubiera alguien que pudiera escucharlo. Los corredores, flanqueados por enormes columnas, son iluminados por luz que ahora se abre camino en el enorme agujero en el cruce de las bóvedas. Las imágenes de los santos han comenzado a desvanecerse, su pintura se pierde, sus rostros lanzan miradas fantasmas que rozan los rincones oscuros de la catedral que agoniza. Afuera, en la enorme plaza, los juncos ocupan los sitios que alguna vez estuvieran destinados a los vendedores ambulantes, pequeños islotes sobresalen donde quedaran autos abandonados, corroídos por el contacto con el agua. Todo edificio mostraba ya señales de negligencia, nadie ya estaba ahí para mantener la ciudad, las voces humanas no eran más que ecos en la profundidad de torres y palacios. La vanidad de hombres y mujeres de despedazaba con cada nuevo derrumbe, muy lentamente desaparecía de aquel sitio lo eterno en la cultura humana, dando paso a la victoria de la naturaleza...
Desde hace miles de años el Valle de México alberga una considerable población de seres humanos, que han obtenido de él todo cuanto recurso han encontrado. Rodeado de montañas cubiertas de bosque, de las que fluyen interminables arroyos que confluyen en un sistema lacustre con la capacidad de sostener importantes ecosistemas, a pesar de la constante influencia destructiva de las personas. Caza, pesca, agricultura, agua limpia, materiales de construcción y un clima privilegiado, todo esto ha favorecido la constante expansión de los asentamientos humanos en el valle, hasta alcanzar niveles demográficos que lo colocan entre las zonas más pobladas del mundo. Hoy sabemos que las bondades del Anáhuac son finitas, que sus ecosistemas están descompuestos, que el agua es contaminada y desperdiciada y que sus bosques desaparecen. La plaga de la humanidad ha arrasado con un antiguo paraíso, que desde siempre ha ocultado en sus entrañas la posibilidad de vengarse de sus lentos asesinos. Entre sus montañas cubiertas de bosques se ocultan poderosos volcanes, sus ríos secretos son capaces de convocar las más terribles tormentas, y su suelo espera el momento de vomitar de nuevo los interminables lagos que alguna vez lo cubrían. Ciertamente las fuerzas creadoras han dotado a este sitio de tantas bendiciones como maldiciones, y llegará el día en que paguemos la deuda de la que por tanto tiempo hemos sido acreedores.
El Valle de México es simplemente una maqueta del mundo entero, del planeta que ha ofrecido a la especie humana los recursos para su imparable desarrollo, y que lentamente se quiebra ante la torpeza de nuestro andar. Todo aquello que hemos construido parte de la destrucción de algo más, las estructuras que diseñamos, ya sea para soportar enormes torres o para gobernar sociedades, comienzan a colapsar bajo su propio peso. Hoy que nuestro planeta alberga cerca de siete mil millones de personas nos encontramos mucho más cerca del punto de quiebre de lo que queremos aceptar. Mientras los líderes del mundo maniobran para seguir sosteniendo el frágil universo financiero, se dejan en segundo plano las acciones en favor de la Tierra, que de por sí son insuficientes. Hoy sufrimos ya lo que será la siguiente generación de temporadas climáticas, las tormentas tropicales, los frentes fríos y los huracanes cobran fuerza debido a la desestabilización del sistema climático. Las temperaturas del mar y la atmósfera aumentan cada vez más, rebasando la línea de retorno. Las cosechas sufrirán ya sea por la sequía o el exceso de lluvias, las costas serán arrasadas una y otra vez por poderosos huracanes, las praderas serán barridas por tornados y poco a poco la humanidad sufrirá cada vez de más hambre. Los recursos económicos no serán suficientes para solventar las consecuencias de los desastres naturales, aunados a la falta de alimentos, las emergencias médicas, la creciente
enfermedad y la escasez de agua potable. Las guerras del hambre y la sed desestabilizarán a la sociedad, causando primero la caída de los Estados pobres, provocando enormes migraciones hacia los países con más recursos. Helados inviernos diezmarán Europa y Norteamérica, poniendo a las potencias del mundo de rodillas. Y cuando el polvo se asiente, tras la guerra, el planeta respirará profundamente, intentando olvidar aquella terrible plaga que lo azotara durante cinco mil años. Los sobrevivientes humanos, sumando ahora cerca de setecientos millones, deberán encontrar una nueva forma de relacionarse con el mundo, teniendo como recordatorio la ruina de su civilización.
lunes, 4 de noviembre de 2013
El Espejo
La conciencia se mira a sí misma, repetida infinidad de veces, en planos que proyectan perspectivas de la realidad que se distorsionan en las profundidades del espejo. Es entonces que, confundido, el ser humano pierde noción de la dirección que debe tomar. Chocamos con los espejos, ocasionalmente destrozando alguno, y no distinguimos realidad de reflejo porque hemos generado una conciencia alterna, habitante de los espejos, que arrastra nuestra mirada en las direcciones equivocadas. Si nuestra referencia es siempre el espejo dejamos de ser nosotros mismos, perdiendo nuestra verdadera conciencia para ceder al impulso del reflejo, que por definición es deficiente, careciendo de genuina profundidad. Despersonalizado intermitentemente, el ser se analiza desde el reflejo, enfocando sólo la superficie, ignorante de sus propios sentimientos. El ser entonces se juzga, vorazmente, en el más estricto escrutinio que parece sólo enmarcar defectos. Avergonzado de verse patético, ensordecido por los gritos de la conciencia alterna, bidimensional y meramente producto de un efecto lumínico, el ser sabotea su propia existencia. La ceguera le impide percibir el daño que puede causar a su entorno, pues se cree erróneamente habitante del vacío. Es imprescindible que, para su salvación, el ser sea capaz de distinguir claramente ambas conciencias, primordialmente la que le ha acompañado desde su creación, aquella que carga en el interior y que es impulsada por profundos sentimientos y emociones. Tan fácil es perderse en el laberinto de espejos, abandonar la voluntad de ser quien se es, que el laberinto está repleto. Tal vez incluso aquellos que conocen la salida permanecen parcialmente en sus retorcidos corredores, porque tal como han logrado percatarse de los límites entre reflejo y realidad, conocen también los beneficios de mirarse al espejo. Aunque el equilibrio entre ambas visiones puede ser muy frágil, quienes lo alcanzan se vuelven capaces de reconstruirse a partir de los productos de ambas conciencias, fortaleciéndose en cada nueva versión. Tan sencillo como suena, el arte de verse a sí mismo puede tomar toda una vida en aprenderse.
domingo, 28 de julio de 2013
Luz y Oscuridad
Se dice que todos los seres humanos nacemos con las capacidades de hacer el bien y el mal en igual medida, y que las decisiones que tomamos durante la vida, al acumularse, pesarán más de un lado o el otro. Desde hace mucho tiempo, la cultura Occidental se ha definido a través de la eterna lucha entre el lado de la "luz" (lo bueno, lo divino y lo sagrado) y el lado de la "oscuridad" (lo malo, lo demoníaco, visceral, animal, oculto y tenebroso).
El concepto de "Edad Media" ha llevado esta a proporciones épicas: diariamente se ejecutaban brujas y herejes, se declaraban guerras contra los infieles y se convencía al pueblo del terror que debemos sentir ante el pecado. Europa, en ese entonces, era para sus habitantes un territorio genuinamente oscuro y aterrador, cuyos impenetrables bosques eran sin duda casa de demonios y hechiceros, cada epidemia o sequía se consideraba un castigo divino que el pueblo había traído sobre sí mismo al pecar y constantemente circulaban leyendas y rumores de maldiciones en viejos castillos o casas abandonadas, duendes, monstruos, ogros y espíritus malignos que cazaban las almas de los aterrados aldeanos...
Sin duda es ese relato de la Edad Media lo que construye en nosotros occidentales esa trinchera y línea de fuego entre las fuerzas del bien y del mal. Caracterizado en el Catolicismo en dos entes, opuestos en todo sentido, que son Dios y el diablo. La doctrina cristiana propone a Dios como creador del ángel que se convertiría en Satanás, y por lo tanto le otorga un poder mayor al lado del bien, el de la luz.
Conceptualmente, la luz se tiene que crear, mientras que la oscuridad ha existido siempre. La oscuridad es lo que queda cuando se va la luz, no es una consecuencia ni un producto, simplemente el estado natural del universo. No hay nada que provoque más a la imaginación humana que la oscuridad, en ella puede habitar cualquier cosa hasta que una luz revele otra realidad. La oscuridad creó a los dragones y a los ogros de la edad media, a los hombres lobo y a los vampiros, a las hadas, los duendes y los fantasmas. Ella despierta en nosotros el miedo a la muerte, a lo desconocido, es incertidumbre y duda. Tan pesada como pueda llegar a ser, la sombra impenetrable siempre ha sido enorme fuente de inspiración para la inventiva y la creatividad humanas. En lo personal, por ejemplo, considero la etapa oscura de Goya enormemente conmovedora, me provoca miedo, pero me ayuda a entender todo lo que realmente contiene el reino de sombras.
Mientras que la oscuridad es fuente de creación, la luz es un agente de "revelación". La luz desnuda a la oscuridad para dejar ver sólo materia. Si disparamos un haz hacia un rincón en penumbra estableceremos una "realidad" de lo que ahí existe, incuestionable y limitada. La luz define y la oscuridad elimina los límites. La luz es realidad, tangible, rígida y la oscuridad equivale a posibilidad. Considerando que la oscuridad es realmente el origen de todo, desde el universo hasta el contenido inconmensurable de la mente humana, ¿Vale la pena ligar estos conceptos con la bondad y la maldad, o incluso considerarlos opuestos?
-Xesús Fájer.
jueves, 4 de julio de 2013
El Buffet Privado de la Reina
—¡Dígame, por favor, señor cocinero, que esta vez sí me tiene buenas noticias!
—Gran Visir, mi respuesta es la misma que ayer y que el día anterior… cuatrocientos platillos, hoy y para siempre.
—¡¿Cómo puede ser posible?!
—Debería preguntárselo directamente a Su Majestad, yo sólo soy un simple cocinero.
El Gran Visir estaba por retirarse a su habitación, completamente frustrado, cuando una de las damas más cercanas a la Reina se le aproximó.
—Gran Visir, la Señora Cleopatra desea que la acompañe en su almuerzo de hoy… sígame, por favor.
El Visir asintió y caminó tras la dama, pensando si la reina se habría enterado de sus constantes inquisiciones al cocinero y pensaba ahora destituirlo. Fuera cual fuese el motivo del gran honor de compartir la mesa privada de la monarca, aprovecharía la ocasión para librarse de aquella pregunta que le pesaba hasta en los sueños.
La dama abrió la puerta del comedor privado, uno de los lugares más aislados y desconocidos para el Visir dentro del palacio. El interior lo dejó atónito, una enorme mesa se extendía a lo largo del gran salón, cuyas dimensiones entraban en conflicto con cualquier definición de privacidad o intimidad. Sin embargo, diariamente la Reina Cleopatra se sentaba completamente sola a disfrutar de su almuerzo.
—Veo que has recibido mi invitación, noble Visir, entra y busca en dónde sentarte— dijo la monarca.
El Visir hizo una respetuosa reverencia en señal de agradecimiento y comenzó a recorrer la mesa, completamente desubicado. Según la información del cocinero, la Reina ordenaba que se cocinaran cuatrocientos platillos, lo que ahora podía ver el Visir era que además se disponía una silla frente a cada uno de ellos. Cuatrocientas sillas diferentes para cuatrocientos platillos diferentes. La primer pregunta obvia salió inadvertidamente de su boca:
—¿Esperamos a más gente para comer, Su Majestad?
—No, seremos sólo dos— respondió Cleopatra, acercándose al Visir y notando su evidente consternación —¿hay algo que te inquiete, noble Visir?
—Son todos estos lugares y toda esta comida, su alteza… ¿cómo es que una sola persona, aun siendo la Reina, puede consumir tal cantidad de alimentos?
—Es sencillo, sólo elijo un platillo cada día. Los demás se envían a los comedores para mendigos.
—¿Y no sería más sencillo pedir al cocinero que prepare sólo el platillo que a su alteza le plazca?
Cleopatra sonrió y pidió al Visir que la acompañara junto a la ventana. Afuera podía verse sólo el desierto, tan extenso como alcanzaba la vista.
—Dime, Gran Visir, ¿Qué es lo que ves a través de la ventana? — preguntó.
—El desierto… arena y viento— respondió el Visir, con tono de extrañeza.
—¿Sabes por qué el desierto es mágico, noble Visir? Cuando una persona camina por el bosque o el campo siempre es posible seguir sus pasos, ya que sin importar lo que haga dejará algún tipo de rastro tras de sí; en el desierto esto no sucede, los pasos son inmediatamente borrados por el viento y las colinas cambian de lugar constantemente… en el desierto resulta imposible seguir el mismo camino dos veces.
—Las estrellas, su alteza, nos permiten viajar a través del desierto, y seguir las rutas hacia el Oriente…
—Tienes razón, pero son sólo guías, nos indican hacia dónde virar pero nunca nos dirán cuáles fueron los pasos de otros viajeros. Es por esto que hago preparar cuatrocientos platillos y disponer cuatrocientas sillas diferentes en torno a mi mesa privada. Cada día, al atravesar las puertas de este salón, me libero de la carga de ser una Reina y siento mi espíritu libre volar más allá del desierto hacia el resto del mundo. Camino entonces alrededor de la mesa hasta sentir que uno de los platillos me llama de nuevo a casa…
El Gran Visir permaneció en silencio, estaba realmente sin palabras. Cleopatra caminaba junto a la gran mesa, mirando los platillos y de vez en cuando acercándose para percibir los aromas.
—¿Sabes, Visir? Algunos de estos platillos contienen ingredientes traídos desde los sitios más alejados del gran Imperio Romano y la antigua Persia, sabores exóticos que se alternan aleatoriamente con aquellos mucho más familiares, provenientes de todas las regiones de mi querido Egipto…— la Reina hizo una pausa y miró fijamente al Visir, para preguntarle —¿Dime, cuál es tu platillo preferido?
—Su Majestad, yo nací en Akhmin, al norte de Abydos, ahí conocí sólo las lentejas, preparadas por mi madre, con ellas crecí y son el único alimento con el que me siento cómodo…
—¿Qué dirán los Romanos de mí, si mi Gran Visir, mi Honorable Concejero, sólo come lentejas cual remero de barca? Y yo creía ser una prisionera…
El Visir se sintió reprendido como niño pequeño y bajó la cabeza, después consiguió preguntar:
—¿Prisionera, Su Majestad?
—Soy una Reina, Gran Visir, mi País es mi mundo, tan pequeño o tan grande como pueda llegar a ser, no puedo dejarlo. Por esta razón construí este salón, esta mesa y estas sillas… por esta razón pido al cocinero cuatrocientos platillos todos los días. En esa variedad de sabores e ingredientes exóticos está la libertad de mi espíritu, cuando dejo de ser Reina y sólo soy Yo.
El Gran Visir miraba a Cleopatra alejarse hacia los confines del gran comedor. En su mente aparecía una y otra vez la imagen del desabrido plato de lentejas que al final del día le traía tranquilidad y un sentimiento hogareño de seguridad.
—Su Majestad dijo que al recorrer la mesa uno de los platillos la llamaba de vuelta a casa, eso es lo que siento al comer las lentejas, me siento de nuevo en casa…
—Noble Visir, yo intento hacer mi mundo mi casa. Este banquete es mi mundo y cada día lo recorro una y otra vez hasta encontrar mi casa, sin embargo, todos los días mi casa es diferente. Algunas veces la conozco antaño y otras es completamente nueva y desconocida… elijo un platillo conocido cuando sólo quiero admirar el desierto a través de la ventana, desde lo alto de mi palacio; y elijo un platillo nuevo cuando en mi corazón existe el deseo de vivir en el desierto y más allá, donde las huellas del pasado desaparecen, dejándome sólo ver el emocionante futuro y sus posibilidades. Recorro parajes que nunca hubiera imaginado, tengo aventuras agradables y terroríficas, y sólo así puedo saber realmente qué es lo que me gusta comer. Sólo así hago crecer mi mundo y dejo de sentirme prisionera… sólo así puedo saber quién soy.
El otrora orgulloso Visir veía su vida entera comprimida en el espacio entre las lentejas, por primera vez en su vida no le apetecían en lo mas mínimo. Comenzó a admirar con ojos distintos la gran mesa privada de la Reina, aquel enorme buffet que sustituía al mundo entero. En silencio comenzó a recorrerlo igual que lo hacía Cleopatra, poco a poco comenzó a sentirse atraído por los exóticos aromas de aquellos extraordinarios ingredientes de los que le había hablado la Reina.
Un olor en particular captó su atención, lo siguió hasta encontrar el platillo del que provenía y sin dudarlo más se sentó frente a él. Tan sólo bastó con probar el primer bocado para que sus ojos, que veían un desierto sólo hecho de arena y viento, pudieran ver en él el mundo entero.
-Xesus Fajer.
-Xesus Fajer.
viernes, 28 de junio de 2013
Carta de Navegación
En medio del mar, a miles de kilómetros de cualquier costa y con la tormenta pisándonos los talones, navegamos. Hace mucho tiempo que la tripulación perdió cuenta de los días, simplemente dejó de importarles si era lunes o domingo. Mi formación me obliga a fechar cualquier documento que se ingrese a la bitácora de la expedición, sin embargo, he tirado mi formación por la borda.
Hoy todo es horizonte, nada más que una línea que divide el aire del agua. El barco se mece con violencia, casi como un péndulo fuera de ritmo. Nadie reacciona, sus cuerpos han perdido la noción de estabilidad, si la nave no tambalea es cuando vomitan. El mar extiende sus dedos a través de las ventanillas, y una pila de mis apuntes se deslava tras su rasguño. Qué importan esas palabras, inútiles referencias a lugares y momentos que ya nadie puede recordar.
El capitán permanece ahogado en el último barril de ron. No quiero ni imaginar qué tanto de su enmarañada barba se ha desprendido en el alcohol. Por innumerables jornadas ese hombre luchó por mantener en alto los espíritus de sus subordinados, coquetéandoles con la idea de una tierra del otro lado del océano, la posibilidad de enriquecerse más allá de cualquier ambición que ahora los consumiera. Cuando estas palabras dejaron de tener significado para la boca del capitán y comenzó a escupirlas con creciente odio, fue entonces que el más bajo de sus peones se acercó para dejarle caer un derechazo en la mejilla izquierda. El líder de la expedición quedó entonces mudo, su mirada vidriosa se secó y en su boca se pegó como mejillón un vaso siempre embriagador.
Después de eso imaginé que habría un motín, y probablemente me asesinarían junto con el capitán. Nada sucedió, los pobres hombres no tenían corazón ni siquiera para sublevarse. Escuché a un anciano decir: "cuál sería el punto, si moriremos todos juntos en esta jaula flotante".
La comida se agotará en un par de días, y el agua, podrida, tal vez aguantará un día más; después de eso empezaremos a trazar un camino de cuerpos en el lecho marino. Al menos, creo, algunos animales estarán contentos. Me doy cuenta, en un fugaz instante de lucidez, en el nivel de oscuridad que han alcanzado mis pensamientos. Me pregunto constantemente qué será de las almas que van a morir en las aguas, al fin del mundo... ¿Somos suicidas y por lo tanto nos espera el purgatorio, o el infierno? Me despreocupa la noción de que cualquier dios evidentemente habría abandonado ya a un grupo de seres tan desgraciados como nosotros. Lo tenemos merecido, pues no se me ocurre qué clase de locos son capaces de aceptar abordar un barco que tiene como destino aguas que van más allá de cualquier mapa jamás trazado.
Ha comenzado a llover, algunos marineros estúpidos corren desnudos por la cubierta principal, sólo un par procura capturar tanta agua dulce como sea posible. Esfuerzo inútil, tal vez, creo que ya no me avergüenza en absoluto darle la razón a los estúpidos. Extiendo la mano hacia afuera, sintiendo las frías gotas caer sobre mi piel, y deslizarse aleatoriamente hasta caer al suelo. Coloco mi otra mano al exterior, formo cuencas con mis dedos y palmas y lanzo el agua fresca sobre mi rostro lleno de mugre. Líneas grises corren por mi cuello y se pierden en el tejido de mi camisa. Doy un paso hacia la cubierta, reaccionando ante el golpeteo de la lluvia en mi cabeza, mi cabello grasiento tarda en empaparse. Cierro los ojos y giro mi cabeza hacia el cielo, abro la boca, el agua tiene un sabor tan dulce que podría ser miel. Los dos hombres que intentaban llenar un barril con el precioso líquido ahora lo lanzaban a chorros, mojándose uno a otro y desperdiciando la vital bebida. No importa, dije, grité, lloré.
Corro hacia el camarote del capitán y lo encuentro dormitando sobre su escritorio. Sacudo su hombro con la violencia de mi excitación y logro despertarlo. El viejo se incorpora, babeando, y frunce el ceño al verme completamente mojado. Lo jalo del brazo, llevándolo hacia afuera. Abro la puerta de una patada y le muestro el éxtasis en que se encuentra su tripulación. El hombre observa, respira sonoramente y golpea un barandal con su puño. Desciende el par de escalones que lo separaba de la cubierta y se lanza a bailar como un demente. Lo sigo con la mirada, sonriendo y riendo ante su horrenda danza. Algunos marineros estaban ya tomados de las manos y dando vueltas, los gritos y las risas destruyendo el canto de la lluvia y el mar.
De repente el agua deja de caer. Las nubes grises han perdido su color y se disipan en una tenue niebla blanca. El sol invade la cubierta y casi de inmediato empieza a evaporar los charcos. Todos permanecen quietos y en silencio, repentinamente conscientes de lo que sucedía, golpeados por una noción de realidad que jamás hubieran supuesto que dolería tanto. Con los corazones perforados, comienzan a caer, uno a uno. Algunos de los que yacen tendidos sobre las planchas de madera comienzan a lloriquear desesperadamente, otros miran hacia el cielo, pasmados, perdidos en la nostalgia.
¿Qué sucedió? Me pregunto repetidas veces, terribles ansias me invaden y corro de nuevo a encerrarme en mi cuarto. Doy palmadas en todo mi cuerpo, sintiendo la humedad, pensando en la misteriosa tormenta. El episodio de locura colectiva era una señal, probablemente ese mismo día acabaría todo. Seríamos tragados por algún terrible monstruo de las profundidades, o simplemente el barco comenzaría a hundirse de forma natural, después de todo estaba ya en condiciones deplorables. Marineros bailando como niños es lo único que me viene a la cabeza, nada más allá. Me inclino para ver lo que sucede en la cubierta a través de la puerta entreabierta. No veo movimiento. Salgo para encontrarme con un barco completamente vacío. Ningún marinero, ayudante o capitán a la vista, nadie. Subo al puente y miro alrededor, aterrorizado por la sorpresa de distinguir cerca de cincuenta cadáveres flotantes alejándose tras la nave. Nada que hacer, absolutamente nada. En este momento conozco ya la soledad, completa, severa y tan llena de paz.
Mi decisión es permanecer a la deriva, no me preocuparé por maniobrar las velas u operar el timón. Soy ahora nada más que una ficha en el juego que eternamente comparten el cielo y el mar. A donde me muevan iré. Al llegar la noche me siento en silencio absoluto, mirando las estrellas. No hay más sonidos que el golpe de las olas en el casco, y el ocasional eco fantasma de los marineros unido al crujir de la madera. A pesar de la calma en ningún momento cedo ante el sueño, la verdad es que ya no me invade. Soy testigo de una noche entera, y al notar el cielo se va tornando cada vez más cálido y claro produzco una sonrisa, sin saber de dónde proviene. Sigo tendido, soy parte del barco que gentilmente se desplaza, perdiéndose para siempre. Veo el sol dorado iluminar el mástil, la luz desciende lentamente hacia la cubierta. Una extraña emoción se apodera de mí, creciendo a medida que veo acercarse la línea de luz hacia mi cabeza. A través de mis poros siento subir la temperatura del viento, la luz está ya muy cerca. Empiezo a notar un leve destello en la punta de mi nariz, cuando el barco se detiene de golpe. Mo corazón se acelera, mi mente recuerda esa sensación, mi cuerpo se conmociona e involuntariamente me pongo de pie, dirigiendo la mirada hacia la salida del sol y después en dirección contraria. Sobre el barandal de la proa alcanzo a distinguir el indiscutible fin de este viaje. Pequeñas hojas de árboles y ramas que se mecen con el viento. Salgo corriendo y de un brinco aterrizo sobre la arena, mis pies agradecen la suavidad, mis dedos juguetean con la tierra, mis ojos se deleitan ante la presencia de las plantas, los árboles, y un horizonte poblado de montañas.
Sólo un día separó para siempre a aquellos marineros de pisar tierra una vez más. El misterio de la muerte, el tiempo y el destino, la vida que es tan turbulenta como la estela de espuma que dejó el barco, y que aún se desvanece sobre las olas, hacia el infinito. Encerrado en las gotas de agua y miel quedará el recuerdo de la travesía, amargo, dulce, salado... Con el simple soplar del viento la nave se desploma, sus piezas son arrastradas por la marea dejando una playa limpia, donde sólo permanecen mis huellas. En medio de la arena, a cientos de kilómetros de cualquier persona y con la tormenta pisándome los talones, camino.
Xesús Fájer.
martes, 7 de mayo de 2013
Mexican Americans
Tengo que admitir que fue fantástico repasar el discurso que Obama nos regaló recientemente, con locación en el Museo Nacional de Antropología e Historia. Tres palabras: inspirador, consciente y cuidadoso. Claro que siempre tendremos la duda de en que porcentaje estábamos escuchando a Barack y que tanto correspondía a sus asesores y asistentes.
De cualquier manera, entre líneas queda algo más claro que el agua: el señor presidente de los Estados Unidos ha extendido una cordial invitación a los habitantes de México... ¿Cuál fue? Bueno, la sepan ustedes como lectores o no, dejémosla hasta el final de esta publicación; estoy seguro de que si aún no se habían dado cuenta, lo harán antes de concluir esta lectura.
Ciertos datos subrayados por don Obama llaman la atención, simplemente por ser indiscutiblemente ciertos y por la forma en que han sido hilados en el discurso. Uno de ellos es la inclusión de México en el "Top 20" del capitalismo contemporáneo al que bien conocemos como G-20, las veinte economías más grandes del mundo. Esto ya tiene rato, pero es clave en la elaborada propuesta de Barack.
Por ahí pudimos escuchar también la mención de lo importante que se ha vuelto la industria manufacturera mexicana en las áreas de electrodomésticos, automotriz y electrónica. "Mexicanos y estadounidenses construyen cosas juntos" dijo, y es verdad... No importa si hablamos de una maquiladora en Tijuana, Juárez o alguna ciudad de Texas o Arizona, las manos que arman refrigeradores, computadoras y autos son tan gringas como frijoleras. Obama anunció que trabajara porque esta relación tan literalmente "constructiva" crezca hasta niveles son precedentes. ¿Veremos algún día la leyenda "made in Mexico" junto a la firma de Apple Inc. por ejemplo?
Estados Unidos entonces promete estrechar las relaciones comerciales e industriales con México e impulsar la competitividad de ambos países para su inserción definitiva en el mercado asiático. Obama no dejo nicho vacío. Desde establecer un diálogo entre países que trascendiera los estereotipos y prejuicios que ambas culturas tienen entre sí, hasta la formación de alianzas en educación universitaria y el fomento a las micro empresas... Declaró que trabaja intensamente con su Congreso para pasar reformas a la ley migratoria y que procuraran hacer lo posible para impedir el tráfico de armas hacia México. Reconoció que los migrantes son la fuerza de trabajo que soporta el poderoso sistema yanqui y al mismo tiempo dijo que México tiene la capacidad de ofrecer empleo y calidad de vida suficientes a sus habitantes, sin que estos busquen el "american dream". En fin... Narcotráfico, migración, armas, comercio, educación, violencia, etc., aparentemente nada faltó.
¿Qué quiere de nosotros mexicanos el gobierno de nuestro país vecino? Que sigamos sus pasos hacia la prosperidad, que México se eleve de una vez por todas hasta las cumbres del primer mundo. Ellos ven el potencial en nosotros, y como bien dijo Barack, serán nuestro aliado más poderoso para lograrlo. Obama citó el Himno Nacional Mexicano, tomando la frase: "y en el cielo su eterno destino, por el dedo de Dios se escribió". Encajo en ese "eterno destino" la meta de esa senda que Estados Unidos tan amablemente ha señalado para nosotros. ¿Lo es? ¿Es realmente nuestro destino ser una versión hispanohablante de Estados Unidos? En el nombre, al menos, ya lo somos (aunque nadie realmente use ese nombre "oficial"). ¿Estamos de acuerdo, mexicanos, con ese destino? ¿Qué otra cosa podía haber escrito Dios para nosotros con su mismísimo dedo?
Estados Unidos es hoy el país "primer mundista" con mayor desigualdad social y peor distribución de bienes... ¡Vaya tenemos todavía más en común! Aquí es donde se pone interesante... La verdad no tengo ni siquiera forma de comenzar a reflexionar al respecto, así que dejare las preguntas abiertas... ¿México debe buscar su futuro en el norte que aparentemente esta en decadencia o mirar al sur, hacia sus hermanos latinoamericanos, que constantemente tropiezan con su propia corrupción pero que en ocasiones dan destellos de esperanza y genuino progreso social? ¿Norte, Sur, Oriente, Occidente... Todos? ¿Dónde están esos siguientes escalones? ¿Cuales serán resistentes para el ascenso y cuales se desbaratarían bajo nuestros pies?
Xesus F.
lunes, 7 de enero de 2013
La Iglesia de México
¿Qué quedaría de la historia de México si desaparecieran,
repentinamente, todos los capítulos en que la religión ha fungido como un
factor determinante para escribirla? La historia de nuestro país no comenzó
hace 202 años, no comenzó al implementarse la constitución de Cádiz o al
firmarse el acta de independencia. No hay nación en el mundo que pueda
justificar los azares de su cultura sin mirar más atrás de su primer día de
“independencia”.
La península arábiga estuvo alguna vez dominada por fuerzas políticas de Bizancio y Persia, siglos después los árabes ocuparon España y por ochocientos años fusionaron su cultura con aquella prexistente en Iberia. En 1492 una expedición financiada por Castilla llega a costas Americanas y menos de treinta años después caía, un trece de agosto, la poderosa ciudad de México.
La cadena de eventos que el tiempo conecta lleva un cauce
que pareciera tener conciencia propia, a esto le llamamos destino. Fue, pues,
este “destino” que a México trajo la religión Católica. El territorio que los
conquistadores españoles pusieron en manos de la Corona de Castilla estaba ya
consagrado a un sistema religioso que en su mayor parte se había consolidado de
forma por demás sangrienta. Al amanecer en la antigua Mesoamérica la religión
del Dios sacrificado, crucificado, sufrido y ensangrentado era de esperarse que
los nativos no distinguieran diferencia entre rojos sangre.
Con violencia se imprimió en México la religión de la paz,
queriendo borrar la religión de la violencia. Así de redundante se volvió
entonces el baile entre lo religioso y lo político, trayendo consigo
constantemente periodos intermitentes de sangre y de paz. Se habla de la forma
en que algunas órdenes religiosas hacían a los indígenas convertirse al culto
cristiano, bajo tortura e infundiendo en sus corazones los miedos más profundos
al arma más exitosa jamás creada por la Iglesia para combatir el pensamiento
libre y los deseos carnales: el pecado.
Un día fue la Virgen de Guadalupe el símbolo del México
Independiente, y casi cincuenta años después se libraba la guerra de Reforma,
que justificó la destrucción de innumerables templos, conventos y monasterios…
recuerdos del México virreinal que quedaba atrás entre polvo y llamas. Llegó el
fin de siglo, llegó la época moderna y los latifundios petroleros y agrícolas.
El breve perdón que el gobierno de México había conseguido ante la Iglesia de
Roma veía al país prosperar en paz armada.
Llegó entonces el momento de impulsar las nociones que por
muchos años habían estado gestándose en un mundo sometido por los poderes del
imperialismo industrial, vivió México el siguiente periodo de sangre: la
Revolución. Involuntariamente la Iglesia patrocinó la gesta socialista al ser
saqueados los templos y conventos, para luego ser utilizados como cuarteles,
fortalezas o almacenes de armamento. Llegó la resolución turbulenta y mediocre,
dejando al país de rodillas ante una nueva generación de caudillos que harían
llover sobre México aún más episodios de la dictadura militar que se creía
haber dejado atrás. De nuevo, y con la enorme fuerza que lo caracteriza, México
se fue poniendo de pie. La Iglesia se convirtió en el apoyo y la protección de
todos aquellos que resultaron víctimas de lo que para ellos fue, en gran parte,
una guerra incomprensible.
Poco se disfrutó la paz antes de que el péndulo pusiera en
su camino, una vez más, las torres de la Catedral. Ahora, a más de medio siglo
de haber establecido la constitución de 1857 el gobierno de México se declaraba
de nuevo en contra de uno de los más preciados pilares de su propia sociedad:
la religión. Una guerra mucho más corta que la Revolución, pero con
consecuencias que lograron aferrarse al paso del tiempo, adentrándose en la
segunda mitad del siglo XX. Fue hasta entonces que el gobierno de México hizo
de nuevo las paces con la Iglesia y el mundo vio nacer la que ahora cuenta
entre las órdenes religiosas más poderosas de la historia, una orden gestada en
México que logró abrirse camino hasta los oídos y las manos del mismísimo
Vicario de Cristo. Ahora, al haberse cerrado la primera década del nuevo milenio,
con el país a punto de conocer a su tercer presidente de la llamada etapa de
“alternancia”, el Santuario de Guadalupe en el Tepeyac representa el segundo
destino de peregrinaje católico después de la Basílica de San Pedro en Roma. La
arquidiócesis de México se manifiesta públicamente en contra del Papa, y éste
último ha condenado finalmente las acciones de Maciel, evitando su
beatificación inminente en los años de Juan Pablo II, ahora beato.
En este nuevo punto de inflexión se ha vuelto imposible saber
si la marea es alta o baja, a pesar de la historia hemos perdido de vista el
enorme péndulo y lo que quedará en su camino. Las calles y rincones de la
Capital de nuestro país gritan “Santa María de Guadalupe”, habiendo sido
siempre Ella el verdadero Pilar de nuestra historia. Al mismo tiempo se percibe
ya el descontento con las acciones del actual representante de San Pedro.
¿Cuántos países se han debilitado o han ante el poder
desgarrador del Estado Vaticano? ¿No es ese vicio de la historia occidental contra lo que México ha luchado ya tantas
veces? ¿Qué diferencias existen entre las acciones que Juárez y Calles tomaron
en contra del poder de la Iglesia? Nunca ha sido, y nunca lo será, un beneficio
el hecho de que una religión cuente con un soporte político como lo es el
Estado Vaticano. El Papa es, a la vez, jefe de Estado y jefe de la Iglesia. Su
Estado es, como tal, económicamente insustentable ya que no produce, no importa
o exporta bienes. Sin embargo tiene voz en la ONU, en la Comunidad Económica
Europea, e indirectamente en todo el mundo católico. Su gobernante tiene la
libertad de entrar a cualquier país y dirigirse a los ciudadanos sin tener
mayor censura que la de su propia administración. Es líder de una estructura
tan grande que ya le resulta pesada al mundo, tan ineficiente y por lo tanto
tan corrupta que parecieran ser sólo aquellos de sus miembros que deciden
ignorarla quienes en verdad recuerdan para qué se estableció.
Esa última guerra que los ciudadanos mexicanos tuvieron que librar contra su propio gobierno, la guerra cristera, fue con el único objetivo de rescatar la libertad. Ignorados por el Papa, en un despacho a miles de kilómetros de distancia, no deseaban recuperar el poder para la Iglesia. Añoraban ver un México libre y próspero bajo las promesas de la Revolución. Su sueño se vio repentinamente alineado con aquel de quienes lucharan por la misma idea desde que pisaran costas mexicanas aquellos doce franciscanos en 1523, el Nuevo Mundo es la tierra del Renacimiento, en donde los horrores de la Edad Media Europea podrían ser olvidados en un nuevo comienzo. El Padre Hidalgo, en búsqueda de esa libertad tomó el estandarte de la Virgen de Guadalupe para encabezar uno de los primeros movimientos insurgentes en la Nueva España del siglo XIX, no para entregarle el país a la Iglesia de Roma, sino para dejar en claro que aún antes de ser oficialmente una nación independiente se había forjado ya en México una poderosa identidad. La espiral de la historia seguirá marchando, pero su mensaje para México pareciera mantenerse firme: si el espíritu de nuestro país está atado a la religión seamos nosotros quienes decidamos sobre ella. La historia ha puesto en nosotros la responsabilidad de comenzar esa labor definitiva de destrucción de la carga que representa para este Nuevo Mundo la viciada Iglesia de Europa. Ya hemos visto señales, desde Brasil hasta México han surgido guerreros en pro de esta nueva gesta de independencia. No dejemos que esas pequeñas luces que ahora brillan lejos, en la distancia, se extingan para siempre. Las verdaderas puertas al nuevo milenio se encuentran aún cerradas con llave, la experiencia debiera ser suficiente para darnos cuenta de que esa llave no es la que ostenta el Vaticano, sino el deseo ferviente de libertad, justicia y paz que a gritos a pedido representar la Señora del Tepeyac. No como imagen religiosa, sino como Madre, comprensiva, cariñosa y que bajo su manto es capaz de albergar sin el menor juicio a todos aquellos que con dignidad han logrado comprender la complejidad de la condición humana. Es la imagen de la Patria, la casa de todos.
Xesús F.
El Mito de Tenochtitlan
Un pueblo que alcanza su apogeo
valiéndose de la dominación sobre los otros pueblos debe construir una imagen
propia que genere tal valor simbólico que su dominio aparezca justificado ante
el interminable juicio de la historia. Esta fue la intención de aquel grupo
mexica que prevaleció sobre la impresionante cantidad de señoríos que alguna
vez poblaran el Valle de México. Así, el más grande símbolo del cielo, un
águila, desciende sobre la serpiente que es el plano terrestre y aquel del
inframundo, para fusionarse los dos seres en un emblema que representa un
puente entre el mundo de los humanos y el de los dioses. Pues la esencia de la
serpiente es depositada en el águila y las dos se vuelven uno solo. La ciudad
cuyo nombre sería el de un país entero había sido bendecida como el centro
mismo del universo, en donde sus tres planos se conectaban y los hombres podían
hablar con los dioses.
¿Cuándo fue que el impresionante
simbolismo que nuestra bandera contiene se perdiera en el tiempo, y la comunión
del cielo y la tierra se desvirtuase para convertirse en la expresión tan
occidental que nos habla del exterminio y triunfo sobre el ‘mal’ reflejado en
la serpiente? Hemos perdido aquella noción de dualidad universal que tanto
balance trae consigo, para reemplazarla con la eterna lucha entre opuestos, el
bien y el mal. El símbolo que representa el corazón mismo de aquella cultura
antigua ha sido roto en pedazos que ahora se han dividido y diferenciado tanto
que sus contornos ya no corresponden, nuestra historia es un rompecabezas cuyas
piezas no pueden ensamblarse sin dejar brechas tan profundas entre sí que no
bastaría un sexenio para cruzarlas.
Nuestra sociedad ha aprendido la
manera de existir en el mundo como un cristal estrellado que no se despedaza.
Vivimos por vivir, y el peso de una historia cuya imagen es la de un camino tan
cubierto por la maleza que es imposible distinguir su dirección sin cometer
errores que nos hagan perder el curso. Es tan injusta la vida de quien es
puesto tras las rejas sin culpa alguna, como la de quien porta una placa y una
pistola como única fuente de ingreso económico para su familia, cuyo interés es
cuidar a los suyos, y que estaría dispuesto a sobrecargar su conciencia con tal
de recibir el dinero extra que podría significar una mejor oportunidad para sus
hijos. Estamos completamente atrapados en una red tan resistente y cerrada que
sofoca a todo aquel que habite este territorio infestado de riquezas.
La imagen del mundo desarrollado,
el progreso y la modernidad, ha sido el sueño de quienes poseen el poder desde
que obtuviéramos finalmente la independencia, quizá incluso desde antes. Pero
nunca nos hemos detenido a reflexionar si está realmente en el destino de
nuestro país el conseguir el título de primer mundo. Tal vez debamos abrir más
los ojos para percibir los colores que nos rodean, México es un zarape cuyas
fibras corren hacia atrás decenas de miles de años, cuyos materiales provienen
de tantos lugares en el mundo que resulta imposible definir una sola identidad.
Se habla de tres raíces, pero éstas son únicamente las que al árbol resultan
vitales, sin embargo este árbol ha crecido y extendido sus ramas tan
ampliamente que hace falta ya reconocer la infinidad de pequeñas raíces que le
son indispensables para mantenerse de pie. No hace falta mucha capacidad de
observación para darse cuenta de que tan sólo en la Ciudad de México la
diversidad es increíblemente grande, reflejando los horizontes tras las
montañas que cierran el valle, que se extienden en diversidades verdaderamente
incontables. ¿Cómo podemos conformarnos con la ingenuidad de que algún día todo
aquello que es México cabrá en la diminuta butaca que ofrece el exclusivo palco
del primer mundo?
El futuro de nuestro país se esconde en los rincones más inauditos: es un espíritu de extraordinaria libertad que en fragmentos ha logrado ocultarse tras los pilares de un templo barroco y entre las sombras de los corredores del claustro virreinal, se ha disuelto en las llamas del anafre, ha escalado a la cima de los volcanes para permanecer congelado en sus glaciares, aparece intermitente en los pasos del danzón y juega en los remolinos de polvo que el viento de primavera despierta en los caminos de tierra. Todos los días nos susurra al oído pidiéndonos despertar, es la olvidada conciencia que tras siglos de soportar la injusticia hemos encerrado en el más oscuro de los calabozos. Es una mirada que llega inesperada y en un instante fugaz alcanza el corazón, por breves momentos llenando el vacío entre aquellas piezas aparentemente irreconciliables de un rompecabezas que forma una imagen que nunca dejará de cambiar, pero que con nuestra ayuda recobrará aquel significado tan poderoso e intimidante. El verdadero puente entre el cielo y la tierra está sostenido por cada momento en el que los habitantes de este extraordinario lugar ha gritado desde lo más profundo de su ser ¡Viva México!
Xesús F.
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